No sé si la tan traída y
llevada Ley de Seguridad ciudadana mejorará la situación actual o no. Lo que sí
sé es que la seguridad ciudadana es un asunto pendiente que, de una vez por
todas, debe salir de la confusión incomprensible en que se encuentra ahora. Es
intolerable que, tras cualquier episodio de desorden público, la resaca sea un
eterno debate sobre la inadecuada actuación policial y jamás sobre las
reprobables conductas indecentes de quienes, aprovechando las concentraciones
legítimas y legales de la índole que sea o la presencia de políticos u otras
personas no deseadas, se dedican a atentar violentamente contra las cosas y las
personas, incluso contra las fuerzas de orden público, casi con absoluta
impunidad. También sé que cualquier Ley de Seguridad ciudadana o sobre
cualquier otro asunto, será incapaz de mejorar o resolver situaciones
indeseables si los ciudadanos en general y, muy en especial, sus dirigentes
políticos, sindicales o sociales, prefieren actuar ante ellas de forma
arbitraria y demagógica, censurándolas o mirando hacia otro lado, cuando no
justificándolas, según entiendan que, coyunturalmente, perjudican o benefician
a sus intereses particulares.
Si somos incapaces de entender que
la violencia, verbal o física, debe ser perseguida por parte de las fuerzas y
cuerpos de seguridad del estado, que para eso están y les pagamos; que los destrozos
en el mobiliario urbano hemos de pagarlos entre los ciudadanos honrados a
través de los impuestos; que la agresión física a propiedades privadas
(cajeros, escaparates, cafeterías, etc) atentan seriamente contra quienes se
ganan la vida honrada y legalmente; que la agresión oral o física a autoridades
gubernamentales, políticas, judiciales o del orden en general atentan contra
los cimientos de la democracia, menoscabando su solidez; o que, en definitiva,
la violencia o su apología es la antítesis de la democracia, por lo que, en su
defensa, debe ser reprimida siempre, pero únicamente por quienes tienen el
derecho y el deber de hacer un uso adecuado de la misma cuando no queda más
remedio, es decir, por las fuerzas de orden público; si, entre otras cosas, no
somos capaces de entenderlo, no nos merecemos vivir en paz y en libertad.
Si,
según datos publicados, la Justicia absuelve al 70% de los acusados de
desórdenes públicos, sin incluir datos del País Vasco y Navarra; si en las
sucesivas refriegas callejeras cada vez son más los policías heridos que sus
violentos agresores; si en 33.000 manifestaciones se ha empleado material
antidisturbios sólo en el 0´08% de las mismas; si incluso las consignas a la
policía ante los violentos es que hay que “aguantar” o “no salir con los medios
adecuados”; si los radicales se lanzan, incluso en las universidades aunque ni
sean estudiantes, al grito de a “la caza de la policía” o “vamos a matarlos que
son pocos”, si todo esto y mucho más sucede en nuestro país, nadie, con dos
dedos de frente, puede aceptar encima la calificación que algunos hacen a
nuestra policía democrática como “fascista” o “franquista”, cuando, a todas
luces, los totalitarios son dichos sujetos y los partidos u organizaciones que
les apoyan por acción u omisión. Que otros muchos más, vaya usted a saber con
qué interés, den crédito a estas descalificaciones policiales, al extremo de
aplaudir, cuando no solicitar, que a las manifestaciones en España asistan
observadores internacionales, como si fuéramos negreros, ya es el colmo. Y que
todo ello pueda influir en que la supuesta futura Ley de Seguridad ciudadana
opte por sanciones administrativas frente a las penas de cárcel que, por
similares conductas, se aplican en países como EEUU, Francia, Alemania o Portugal
es simplemente grotesco.
La
seguridad ciudadana es un asunto pendiente, no tanto por la ausencia de una
adecuada Ley de Seguridad, que en todo caso siempre puede ser mejorable, sino
por la mala conciencia que algunos prefieren desenterrar casi a diario para
beneficio propio. Poner en entredicho a nuestras fuerzas de orden público, que
nada tienen que ver con aquellas de la dictadura, aprovechando, cuando no
inventando, cualquier exceso individual para generalizar su desprestigio, sólo
sucede en nuestro país, tan aficionado a ser más papistas que el Papa,
seguramente por nuestra absurda mala conciencia tan rentable para los
radicalismos. Y luego nos lamentamos.
Hoy
mismo, al igual que otros políticos de distintos colores, Navarro, el líder del
PSC, ha sido abofeteado públicamente, tras sufrir graves insultos y amenazas,
incluso de muerte. Vaya por delante la más contundente repulsa y condena por
estos hechos que, con razón, él mismo califica como hechos no aislados. Evidentemente,
con distintas intensidades de condenas o de justificaciones los han sufrido
otros no sólo en la vía pública, sino también en actos públicos e incluso en
sus domicilios particulares. El gran error en el que, como en casos anteriores,
también ahora, incluso como víctima directa, incurre el mismísimo Navarro, es
culpar del clima crispado en Cataluña a Mas y a Rajoy por sus políticas de
disenso en el tema soberanista, cuando los únicos culpables son los agresores y
nadie, absolutamente, nadie más. Ninguna comprensión, justificación o excusa
hacia la violencia que, “per se” es intrínsecamente mala y sólo merece unánime
tolerancia cero proceda de quien proceda y agreda a quien agreda. ¡Es tan
difícil entenderlo! Yo creo que no. Al final, quien siembra vientos, recoge
tempestades.
Fdo.
Jorge Cremades Sena