Sólo
desde un contexto de analfabetismo político, real o supuesto, se puede entender
que determinados líderes políticos tengan la cara dura de pretender justificar
como democráticas sus propuestas totalitarias o de tachar como tales las
propuestas democráticas ajenas, con el único objetivo de engañar a buena parte
del electorado al que consideran analfabeto, políticamente hablando, pues no
cabe pensar que el analfabetismo político radique en ellos mismos, lo que sería
el colmo de la incompetencia. Cabe pensar pues que se trata del colmo del
sofisma (razón o argumento aparente con que se quiere defender o persuadir lo
que es falso) y, por tanto, de la prostitución del sistema democrático,
pretendiendo validar o invalidar una serie de propuestas no por verdaderas
razones políticas, sociales o económicas, contrastables y contrastadas con las
demás en el imprescindible debate ideológico democrático, sino por razones espurias
para justificar proyectos totalitarios dentro del sistema democrático o
descalificar aquellos, acordes con la democracia, ante la incapacidad para
rebatirlos democráticamente con argumentos convincentes. Y lo grave es que
dichos sofistas obtienen cierto éxito mediante un proselitismo contumaz, no
siempre combatido desde las instituciones que conforman el Estado de Derecho,
gracias a un ejército de fieles, cada vez más fervorosos, y a la estimable
ayuda de determinados medios de comunicación, incluso algunos de ellos
públicos, que se hacen eco de sus proclamas totalitarias o torticeras sin
rebatirlas apenas e incluso con la más que evidente colaboración de los
conductores de los respectivos programas. Por tanto, entre otros muchos
asuntos, no debe extrañar que los dos problemas más graves actuales de la
sociedad española, el independentismo y la amenaza terrorista, estén en la
situación que están, amenazando seriamente nuestro sistema de convivencia.
Sólo
desde el analfabetismo político se puede entender que el “procés” soberanista
sea percibido en determinados sectores como un proceso democrático, gracias al
sofisma de hacer prevaler la “justicia” sobre la “ley”, apelando al “derecho
natural”, pues la justicia fuera de la ley, de naturaleza humana, nos
conduciría a una fuente inevitablemente de naturaleza divina, como en el
Antiguo Régimen, o divinizada en base a la raza, la clase o la nación, como en
cualesquiera de los totalitarismos, lo que nos llevaría a la arbitrariedad más
absoluta ya que quedaría reservado el concepto de lo “justo” o “injusto” a cada
conciencia individual, lo que, elevado a la condición de fuente de justicia,
requeriría imponerse mediante la fuerza y la violencia. Es inexorablemente lo
que sucede cuando se pretende concebir la justicia fuera de la codificación
legal y muy especialmente si dicha codificación legal ha sido democráticamente
establecida. Así se entiende desde el triunfo del “Estado de Derecho”,
alternativa liberal-democrática al Antiguo Régimen, que eleva el principio de
legalidad al nivel supremo, por lo que la democracia es sustancialmente el
“imperio de la ley”, precisamente para que por encima de la ley no haya nadie,
ni reyes, ni tiranos, protegiendo así a todos los ciudadanos de visionarios
salvapatrias, que pretenden imponer su voluntad como única razón válida de su
omnímodo poder, o de la tiranía de masas incontroladas e impunes que, en
definitiva, pretenden imponerse arbitrariamente al resto de la población. El
Estado de Derecho, que lleva implícito el mecanismo democrático para modificar
la legalidad democráticamente, es por tanto la respuesta a quienes, individual
o colectivamente, pretenden imponer su voluntad, por interesante o positiva que
esta sea. Por ello, bastaría que los secesionistas catalanes dijeran si en su
nueva legalidad de la supuesta República Catalana aceptarían desobedecerla a
todo aquel que la considerara injusta, tal como hacen ellos con la legalidad
española.
Y
sólo desde el analfabetismo político se puede entender la equiparación que
hacen algunos entre violencia terrorista y el ejercicio del uso de la fuerza
por parte del Estado de Derecho, único autorizado democráticamente para ejercer
la fuerza si fuera preciso en defensa precisamente de las libertades y derechos
que sus ciudadanos se han dado, especialmente si alguien, desde fuera o desde
dentro, atenta contra ellas o amenaza seriamente con hacerlo. No usar la
fuerza, incluso bélica, obviamente con todas las garantías democráticas, es
dejar a la ciudadanía secuestrada por la violencia totalitaria; y acusar a
cualquier gobernante de totalitario, antidemocrático o belicista porque hace
uso del derecho a usarla, además de irresponsable, es un comportamiento
torticero tendente a soliviantar a los ciudadanos contra lo que está totalmente
legalizado seguramente por incapacidad de sus promotores de ofertar una
propuesta más eficaz y viable como contrapartida seria y creíble al uso de las
armas. Usar el “no a la guerra” genérico para descalificar como demócrata a
cualquier gobernante porque se ve obligado a declararla o a participar en ella
en razón de los compromisos democráticamente adquiridos para la defensa de sus
conciudadanos o los de sus aliados, es la manera más repugnante de prostituir
la democracia, renunciando a posibles argumentos, sin descalificaciones
previas, que expliquen la no conveniencia política de participar en ella.
Fdo. Jorge Cremades Sena