Todo lo relacionado con
la movida del 22-M nos deja episodios dignos de enmarcar. Resulta que, mientras
informes policiales advierten que los grupos violentos del 22-M justifican el
asesinato para lograr sus objetivos (según dice la prensa), entre ellos el de
“desestabilizar el Estado”, un juez justifica la puesta en libertad de los
sujetos, puestos por la policía a su disposición, porque “no hubo voluntad de
ocasionar daños físicos” o porque alguno de ellos “tiene 19 años y domicilio
conocido”, en tanto que el Director General de la Policía manifiesta que “les
haremos frente con toda firmeza”. Por otro lado, la izquierda radical, incluida
IU, y algunos convocantes de las marchas “pacíficas”, llegan a comparar a la
policía que intervino (con más de setenta heridos entre sus filas) con las
fuerzas de seguridad nazis, sin condenar enérgicamente la violencia generada
por los grupos violentos; el PSOE, condena los hechos tarde y mal, alegando que
el luto por Suárez le impidió condenar las agresiones en su debido momento; y,
por si fuera poco, el PP anda a la gresca entre partidarios y detractores de
limitar los lugares e itinerarios de las manifestaciones de cara al futuro,
estableciendo una especie de “manifestódromos” para las protestas, que, al
final, parece que han rechazado, aunque la vicepresidenta ha dicho que, en todo
caso, hay que “buscar el equilibrio entre los derechos de los que protestan y
de los demás”. En fin, un galimatías que no hay por dónde cogerlo, rematado por
la censura del Poder Judicial al proyecto de Ley de Seguridad por considerar
algunos preceptos inconstitucionales, por lo que Interior se ha comprometido a
hacer los cambios pertinentes; como debe ser.
No cabe duda de que con este
laberíntico estado de cosas nadie entiende absolutamente nada, máxime cuando
desde las tertulias y debates televisivos cada uno arrima irresponsablemente el
ascua a su sardina para embrollarlo todo más aún. De entrada, se puede deducir
que, si alguien golpea a la policía con un pedrusco en la cabeza, abriéndole
una brecha descomunal, si de un golpe le rompe los dientes o le da un pinchazo,
si destroza los escaparates a pedradas, si quema contenedores o bienes públicos
en plena calle, si grita a los heridos “dejadles morir” o a los acorralados
“vamos a matarlos, que son pocos”, en definitiva, si comete otros tantos actos
salvajes de este tipo, para actuar contra ellos de forma contundente se
requiere además una especie de diagnóstico surrealista sobre la voluntariedad o
no de dichos sujetos para hacer dichos daños físicos, con el añadido de que,
además, haya superado con creces (no por la mínima) la mayoría de edad y encima
carezca de domicilio. Por tanto, nada que hacer contra ellos; sus actos
violentos carecen de la circunstancia o requisito punible de la voluntariedad
(no sé si también el de la temeridad), pues obedecen a una especie de innatos
actos reflejos irrefrenables y exentos, lógicamente, de cualquier imputación
penal. Vamos, algo así como cerrar los ojos cuando de forma brusca te ponen un
objeto cerca de ellos. Es obvio que, con tales premisas, al perseguir tales
conductas lo que se pretende es cargarse de un plumazo el derecho
constitucional de reunión y manifestación. Así defienden o, al menos,
justifican la impunidad de estos sujetos los irresponsables profetas del caos.
Eso sí, cuando un poli en semejantes circunstancias se extralimita en la
apreciación exacta de la obligada y subjetiva proporcionalidad, no cabe duda:
su voluntad es hacer daño innecesariamente, aunque sólo él sea el autorizado
legalmente para ejercer la violencia. Está más que probado y ni siquiera
requiere el psicoanálisis de la voluntariedad. ¿Acaso no son los encargados de
someter al pueblo a este régimen fascista? Es el argumento de tan genuinos
libertadores.
Desgraciadamente cada uno de los
episodios como el del 22-M va dejando secuelas que debilitan progresivamente
nuestra convivencia democrática, minando peligrosamente los cimientos de la
seguridad ciudadana. Es urgente y necesario, de una vez por todas, establecer
la equidistancia entre los derechos de quienes se manifiestan y los del resto
de ciudadanos. No hacerlo supone un agravio para unos u otros. Así lo tienen
establecido en cualquier país democrático serio. Establecer las condiciones
adecuadas para erradicar la violencia, venga de donde venga; es el mayor
enemigo de la democracia, sin olvidar que, en todo caso, es el Estado quien
tiene el monopolio de ejercerla a través de sus fuerzas de orden público cuando
sea preciso y con la colaboración ciudadana, no al contrario. Precisar de forma
concreta el concepto de proporcionalidad, que no puede servir para ensuciar el
trabajo policial sistemáticamente a base de apreciaciones subjetivas interesadas,
sobre todo si se ejerce frente a sujetos violentos que les agreden, les
insultan y les amenazan, cuando, como autoridades que son, se les debe el
correspondiente respeto.
Episodios como los acaecidos en el 22-M los
hay en los demás países. Es inevitable. Lo evitable son las secuelas que dejan
por culpa de este modo de afrontarlos que, en definitiva, favorece a los
violentos, quienes, progresivamente perciben su alta dosis de impunidad ante la
resignada e indefensa población,
mayoritariamente pacífica y democrática, y la frustración generalizada
de la policía, mayoritariamente honesta en su trabajo. Conseguir la normalidad
es tarea de todos. No es ni de izquierdas, ni de derecha. Es de todos los
demócratas convencidos.
Fdo. Jorge Cremades Sena
D.N.I.
25.891.970-L
Maestro
jubilado.
Ex
Diputado en Cortes Generales por Alicante (1982-1996).
Alicante,
marzo de 2014.