Que
la calidad de la enseñanza en España deja mucho que desear es obvio. Basta leer
los informes internacionales, los indicadores de calidad europeos o cualquier
otro estudio al respecto para comprobarlo. Estamos a la cola o en puestos muy
bajos en el ranking de resultados entre los países de la OCDE y la UE. Sin
embargo, reducir el problema a una mera cuestión económica es simplificarlo a
niveles de irresponsabilidad. La España democrática viene haciendo un
progresivo esfuerzo en este terreno sin haber obtenido, desgraciadamente, los
objetivos esperados. Es necesario pues, reflexionar sobre las últimas
reivindicaciones, basadas en el binomio “recortes, no; calidad, sí”, que todos
apoyamos como slogan, pero sabiendo que cuanto más azúcar se ponga el pastel es
más dulce, pero no necesariamente mejor. Hay estudios internacionales e
informes que demuestran que, conseguido el nivel mínimo imprescindible de gasto,
la incidencia de su incremento sobre la calidad es mínima, ya que países con un
gran gasto por alumno obtienen peores resultados que otros con un gasto muy
inferior. Por ello, como todos los países europeos, incluido el nuestro,
superan ese mínimo exigible, hay que saber con datos objetivos oficiales la
situación en que estamos para atribuir o no a factores estrictamente económicos
la baja calidad educativa con conocimiento de causa.
Sin pretender ser exhaustivo (el espacio no lo permite), datos del
Ministerio de Educación (Instituto de Evaluación) y los informes PISA,
constatan que, tanto en Primaria como en Secundaria, España gasta más que la
media de los países de la OCDE y la UE en gasto medio por alumno, tanto en términos
absolutos como relativos respecto al PIB, pues con un crecimiento del gasto
medio anual similar a la media de estos países desde 1995 España ha tenido una
menor tasa de matriculación por su mayor regresión de natalidad. Asimismo,
respecto a la media de la OCDE y la UE, España imparte más horas totales de
clases obligatorias en menos días lectivos; tiene menor ratio profesor-alumno
en los centros públicos, que no en los privados, y menos alumnos por clase; y
destina más proporción del gasto corriente educativo al pago del profesorado. Sin
embargo, las mismas fuentes nos colocan, entre otras variables negativas, como
campeones o cerca de serlo en abandono y fracaso escolar (con la agravante de
que sigue aumentando, mientras los demás lo están reduciendo), en alumnos que
no continúan estudios postobligatorios, en repetidores y en absentismo escolar.
Son datos objetivos, sin ningún tipo de valoración subjetiva, que, al menos,
requieren hacer una mínima reflexión sobre la contradicción que manifiestan.
Si
estamos por encima de la media de la OCDE y la UE en inversión por alumno ¿cómo
es posible que estemos muy por debajo de la media en resultados positivos? Es obvio
pues que una mayor inversión no garantiza “per se” más calidad, por lo que
habrá que reivindicar, en todo caso, no sólo gastar más sino también gastar mejor
para que, quienes conozcan los datos objetivos de la situación, lo asuman como
creíble. Si la calidad actual es pésima, a las pruebas me remito, ¿por qué se
habla de atentados contra una calidad que no existe? Es más honesto aclarar
ante la opinión pública que, en todo caso, se reivindica una calidad educativa
digna de un Estado de Bienestar que no tenemos. En definitiva, si realmente se
pretende abrir un gran debate, necesario y urgente desde hace tiempo, pero sin
demagogia por parte de nadie por razones políticas, para mejorar de verdad la
situación sin utilizar la educación como arma arrojadiza, de las mismas fuentes
citadas se deduce que hay que revisar el sistema educativo en su conjunto. Bien
lo sabemos quienes, como docentes, lo sufrimos a diario en nuestro centro de
trabajo. En otros países, incluso con menor gasto por alumno, funcionan algunas
medidas, que no requieren incrementar el gasto, entre ellas, mayor autonomía de
los centros, menores injerencias políticas, mayor disciplina, evaluaciones externas
de resultados, remuneración docente asociada al rendimiento y no sólo a la
antigüedad, mayor exigencia de responsabilidades familiares y sociales… Por
supuesto, todo ello integrado en un único sistema educativo común para toda
España, que contemple las peculiaridades territoriales, y no en diecisiete
sistemas diferentes.
Un sistema educativo que, en la práctica, deja la decisión de su propia
educación a los alumnos que por edad no les corresponde; que se basa en la
uniformidad, sin incentivar el esfuerzo y sí la mediocridad; que pone en el
mismo plano de igualdad a profesores y alumnos, resquebrajando la autoridad y
el respeto al docente ante alumnos y padres; que dificulta medidas
disciplinarias para corregir las conductas indeseables; que carece de fórmulas
eficaces para exigir a los padres que hagan cumplir a sus hijos las mínimas
actitudes que exige el proceso educativo, comenzando por la asistencia a clase,
tareas, etc.; que incentiva derechos a alumnos y padres sin exigirles deberes;
que es permisivo con los incumplidores de las normas y restrictivo con los que
han de hacerlas cumplir..., un sistema educativo con tales ingredientes aboca a
un fracaso inevitable por muchos euros que se pongan para financiarlo.
Cambiarlo, no requiere más gasto, sino voluntad política. ¿La tienen quienes,
al margen de ideologías, matriculan a sus hijos en la privada, aunque algunos
de ellos se pongan al frente de las pancartas? En una de ellas a la entrada de
mi instituto se dice “Sin educación es más fácil la manipulación”. ¡Cuánta
razón tiene! A la vista está.
Fdo.
Jorge Cremades Sena