Nadie
puede poner en duda que la democracia tiene bastante relación con las
matemáticas, pues, al fin y al cabo, la suma de votos directos o la suma de
escaños entre las distintas opciones políticas es lo que decide o debe decidir
la gobernabilidad de un Estado. Pero tampoco se debe poner en duda que el
ejercicio democrático consiste o debe de consistir en el gobierno de las
mayorías y el respeto a las minorías. Lo contrario, es decir que gobiernen las
minorías y no se respete a las mayorías, supone irremediablemente una
perversión democrática, un grave fraude democrático a los ciudadanos de
consecuencias imprevisibles y, en todo caso, indeseables. Por tanto el objetivo
fundamental de las elecciones siempre es o debe ser la búsqueda de esa mayoría
política que garantice la gobernabilidad y la estabilidad de los ciudadanos que
conforman un país. Y cuando ello no sucede, bien porque directamente así lo
deciden los votos (ausencias de mayorías absolutas), bien porque indirectamente
los representantes políticos elegidos no pueden o no quieren conformar esa
mayoría suficiente, lo correcto es, guste o no guste (convenga o no convenga),
convocar nuevas elecciones para que los ciudadanos, a la vista de los
resultados electorales anteriores, decidan conformar una nueva mayoría sólida y
solvente. Y que cada cual apechugue con sus responsabilidades. Así es el juego
democrático, en el que además hay que tener en cuenta que la suma parlamentaria
no es ni debe ser una operación mecánica con sumandos heterogéneos, que la
propia matemática impide (tres manzanas y dos tigres no suman cinco, por ejemplo,
y, en todo caso, cinco qué); y menos si se trata de sumar escaños surgidos de
proyectos diametralmente opuestos, no ya en el plano programático coyuntural,
sino incluso antagónicos desde el punto de vista ideológico del sistema democrático,
como pueden ser proyectos totalitarios y antisistema, cuya finalidad no es
aplicar su inexistente proyecto democrático sino eliminar el propio sistema,
que sólo utilizan como mecanismo útil a sus intereses, para sustituirlo por su
peculiar modelo, distinto al modelo democrático occidental. Por tanto en un
Parlamento democrático, además de los términos genéricos izquierda/derecha, progresista/conservador,
perfectamente homologables en términos democráticos del sistema para establecer
posibles aritméticas parlamentarias que conformen mayorías gubernamentales, hay
que considerar las opciones que, al margen de su indefinición o su adscripción
a dicha terminología, son contrarios al propio sistema y, por tanto, descartables
como sumandos para la gobernabilidad y la estabilidad del país.
Pero, incomprensiblemente,
hoy no se tiene en cuenta dichos principios básicos para conformar una mayoría
parlamentaria tras la fragmentación del Congreso de los Diputados, lo que,
además de la inestabilidad gubernamental, puede traer graves consecuencias
sociales, políticas y económicas. Para justificar semejante irresponsabilidad no
se puede afirmar frívolamente que los españoles eligieron un gobierno de
izquierdas progresista, cuando el partido más votado es de derechas
conservador, el segundo de centro izquierda progresista y el cuarto de centro,
conformando la inmensa mayoría de la Cámara, salvo que se considere que
Podemos, la tercera fuerza, y el conjunto de sus marcas, son homologables a
pesar de sus proclamas, más o menos suavizadas por conveniencia, contrarias a
nuestro sistema democrático, al que llaman Régimen del 78, y su pretensión de
iniciar un nuevo proyecto constituyente que liquide la actual Constitución; y
salvo que se añada además como homologables con la izquierda y el progreso, al
variopinto y multicolor mundo del nacionalismo, hoy antidemocrático
independentismo, que engloba desde opciones radicales y antisistema de
izquierdas a opciones conservadoras de derechas, cuyo número de votos suman un
ínfimo porcentaje aunque en escaños sean bastantes más por el absurdo beneficio
electoral que, como opciones territoriales se les tiene reconocido.
El pueblo español ha
elegido lo que ha elegido e interpretarlo a conveniencia propia es en
definitiva un fraude electoral. Tan sencillo como que ha elegido que tres
fuerzas indiscutiblemente integradas en el sistema democrático, que no en el
“Régimen del 78”, como son PP, PSOE y Ciudadanos, al margen de alguna otra
fuerza menor, tengan en conjunto una amplia mayoría de votos para garantizar la
gobernabilidad y estabilidad del Estado en términos democráticos, frente a una
variopinta minoría de opciones, la mayoría de ellas de dudosa garantía democrática.
Son pues el PP, PSOE y Ciudadanos los principales responsables del futuro
inmediato al margen de los legítimos intereses partidarios o problemas internos
que cada uno tenga, que deben relegarse a un segundo término por el bien de
todos los españoles. Y, en definitiva, sólo caben dos opciones: o entre los
tres configuran fórmulas de gobernabilidad y estabilidad, o se convocan nuevas
elecciones generales y que cada uno de ellos apechugue con su responsabilidad.
Al final, como en otros muchos asuntos, va a tener razón Alfonso Guerra cuando,
días antes de las elecciones, afirmaba “habrá nostalgia de ese diabólico
bipartidismo”; esperemos que, al menos, sólo quede en nostalgia y no en
lamentaciones.
Fdo.
Jorge Cremades Sena