sábado, 14 de octubre de 2017

PUIGDEMONT, LA ÚLTIMA PALABRA



                   Tras la insólita comparecencia de Puigdemont en el Parlament de Cataluña y su ambigua y confusa declaración de independencia, que aplaza y suspende segundos después, para, finalizada la sesión, sin votación alguna y sin replica siquiera a las intervenciones de los parlamentarios de la oposición, encerrarse en una sala del edificio y firmar junto al resto de diputados independentistas una atípica y extraoficial declaración de independencia y la consecuente proclamación de una supuesta República de Cataluña, provocando la pertinente convocatoria de un Consejo de Ministros extraordinario por parte de Rajoy para dar respuesta a tan incomprensible y antidemocrática situación, ha llegado definitivamente la hora de la verdad. En efecto, el Gobierno de España, con el apoyo mayoritario de la oposición en el Congreso (es decir, de PSOE y Ciudadanos, que con el PP suman más del 70% de la Cámara), emplaza a Puigdemont a que urgentemente aclare a las instituciones y a todos los españoles, incluidos los catalanes, si realmente ha proclamado la independencia unilateral de Cataluña y que lo haga con un escueto “sí” o “no” para saber a qué atenernos y despejar definitivamente las dudas y confusiones generadas al respecto con su rocambolesco comportamiento en el Parlament, que ni entienden propios ni extraños, y así, aclarada de forma transparente la situación, poder obrar en consecuencia con los instrumentos democráticos que tiene el Estado de Derecho para afrontar este tipo de situaciones kafkianas. Se acabaron pues las amenazas, los chantajes y las bravuconadas del Govern de la Generalitat hacia el Estado de Derecho, arropadas siempre con excesivas dosis de demagogias y mentiras para alimentar a su vez un victimismo embustero y el odio a todo lo que huela a español, como si los catalanes no fueran artífices y, por tanto, corresponsables, junto al resto de españoles, de la construcción durante siglos del actual Reino de España. Se acabaron definitivamente, o debieran acabarse, los juegos del escondite, la deslealtad y las triquiñuelas por parte del principal representante del Estado Español en Cataluña para burlarlo cuando su deber, como principal autoridad catalana, rango emanado y legitimado por la Constitución, es, o debiera ser, la transparencia, la lealtad, la defensa, el respeto y el acatamiento estricto a las normas de convivencia y a las leyes y procedimientos que entre todos los españoles, incluidos los catalanes, nos hemos dado y que están recogidos en la Constitución, en el Estatut de Autonomía y en el resto de instituciones, organismos y leyes emanadas de los mismos. Por todo ello Puigdemont tiene ahora la última palabra y obviamente la responsabilidad sobre las consecuencias que se deriven de su libre decisión, pues, al fin y al cabo, al margen de sus compañeros de viaje o de aventuras rocambolescas, él es el principal responsable de lo que suceda.
                   Ya no valen escusas o pretextos para eludir responsabilidades, ni demagogias, ni victimismos para justificar lo injustificable. El tortuoso camino del antidemocrático procés secesionista ya no da más de sí y ha desembocado en un precipicio muy peligroso. O retrocedes o te lanzas al vacío. No caben medias tintas. En definitiva, o Puigdemont regresa a la senda democrática (pero esta vez de verdad) o prosigue por los atajos totalitarios que le han llevado a tan lamentable situación; es tan sencillo y tan difícil a la vez como responder claramente si ha proclamado la independencia de Cataluña unilateralmente, como le exigen sus socios de ERC y CUP, o no lo ha hecho, como desean los demócratas del mundo (ya sean de izquierdas, derechas o mediopensionistas) pues sus compañeros del PDeCat (antigua Convergencia) andan divididos y estupefactos ante el declive de su formación desde que iniciara la aventura política independentista, apoyándose en los radicales de izquierda y los anticapitalistas.
                   Tampoco valen nuevas mentiras, aunque ya las andan diciendo los voceros irresponsables en algunos medios. Ni hay amenazas por parte del Estado de Derecho, ni pretendidas humillaciones al “pueblo catalán”, como dicen algunos; simplemente hay una previa advertencia de las consecuencias que puedan derivarse de aplicar la legalidad en caso de proseguir por el camino equivocado del totalitarismo, aunque en este desmadre ideológico independentista y en sectores populistas afines, se considere que aplicar la ley a cualquier ciudadano que la transgreda es una amenaza. Y Puigdemont la ha transgredido reiteradamente, como él y los que le empujan saben de sobra (y si no lo saben, debieran saberlo), actuando al margen de la Constitución, del Tribunal Constitucional, de las sentencias judiciales y del propio Estatut de Autonomía, así como del Parlament y sus reglamentos. ¿Se imaginan que cualquier presidente autonómico, socialista o popular, hubiera hecho la mitad de lo que ha hecho Puigdemont? ¿Dónde estaría? Seguro que lo saben. Y seguro que nadie diría que por ello se humillaba al pueblo que le eligió presidente autonómico. Puigdemont tiene pues la última palabra.   
                        Fdo. Jorge Cremades Sena

miércoles, 4 de octubre de 2017

INFINITA TRISTEZA



                        Estoy convencido de que a la inmensa mayoría de personas que como yo, por razones de edad, pasaron buena parte de sus vidas siendo súbditos y, por tanto, sometidos por la fuerza a la caprichosa autoridad de otros, teniendo que luchar peligrosamente y jugárselo todo para convertirse en ciudadanos libres y, por tanto, en sujetos con derechos políticos, miembros activos del Estado y sólo sometidos por voluntad propia a la autoridad del mismo y a sus leyes, que democrática y mayoritariamente se han dado, los graves acontecimientos que están sucediendo, especialmente en Cataluña (pero también en el resto de España), les están provocando, como a mí, una infinita tristeza y una inmensa preocupación. En efecto, si no hemos sido capaces de consolidar profundamente nuestro democrático Estado de Derecho, tras cuarenta años viviendo en libertad desde el éxito de aquel esfuerzo político positivo de la Transición, que supuso un giro copernicano frente a los cuarenta años precedentes de dictadura, hay razones más que suficientes para que estemos infinitamente tristes e inmensamente preocupados, pues creímos que nuestra ingente lucha de entonces trascendería el límite temporal de nuestras propias vidas y albergábamos la esperanza de que nuestros hijos y nietos, no sólo tuvieran una herencia política bien distinta a la que nosotros recibimos de nuestros padres y abuelos, sino que además sabrían conservarla e incluso mejorarla al partir de una situación tan diferente y ventajosa. Pero, a los hechos me remito, cuando ya estamos cerca del final de nuestro ciclo biológico (cada vez somos menos supervivientes de la Transición) y, por razones obvias, ya hemos dado el relevo político a nuestros descendientes, los recientes sucesos políticos apuntan a que éstos andan despilfarrando lo heredado, como si fuera luego fácil recuperar lo dilapidado. Seguramente no supimos transmitirles que la Democracia y la Libertad son bienes de inmenso valor y tan frágiles que cualquiera puede romperlos en cualquier momento por lo que quienes los disfrutamos debiéramos estar siempre alerta y dispuestos a defenderlos con uñas y dientes si fuera preciso, pues, una vez robados, es muy difícil su recuperación, que, a lo largo de la Historia, ha costado ríos de sangre, sudor y lágrimas. Y seguramente quienes siempre vivieron en Democracia y Libertad no sean conscientes del todo de lo que supone poner en riesgo tan esenciales valores para la dignidad y la convivencia humana, pues todos tendemos a infravalorar lo que tenemos, sobre todo si forma parte de nuestro patrimonio desde nuestro nacimiento y poco nos costó conseguirlo.
            Infinita tristeza e inmensa preocupación ante las miradas de odio de demasiados jóvenes, casi adolescentes, acosando a las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado para impedirles que hagan su trabajo, lanzándoles vallas y piedras, insultándoles gravemente, impidiéndoles salir a la calle o exigiéndoles que abandonen sus alojamientos en hoteles como si se tratara de apestados, cuando simplemente obedecen órdenes judiciales para defender la Legalidad democrática establecida que algunos pretenden saltarse a la torera.
            Infinita tristeza e inmensa preocupación ante la exigencia del máximo representantes del Estado de Derecho en uno de sus territorios de que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad lo abandonen, alentando así a las masas contra las mismas, mientras el Gobierno territorial que preside se alza contra el orden constitucional del Estado, incluido el propio Estatuto que le legitima como autoridad, anunciando impunemente que independiza unilateralmente el susodicho territorio.
            Infinita tristeza e inmensa preocupación ante una ilegal y prohibida consulta, pretendidamente democrática, sin ninguna garantía, sin censo oficial, sin papeletas ni sobres, sin colegios electorales asignados, sin urnas adecuadas, sin representantes de los partidos en mesas presididas por voluntarios y sin control alguno del escrutinio.
            E infinita tristeza e inmensa preocupación ante la falta de acuerdo, unánime y sin fisuras, por parte de los partidos, llamados constitucionalistas y democráticos (del resto, mejor ni hablar), para arropar al Gobierno en su obligada lucha contra hechos intolerables que ponen en grave riesgo la pervivencia de nuestra Democracia, perdiéndose en matices y cálculos electorales, cuando ante un manifiesto Golpe de Estado totalitario lo esencial y urgente es desactivarlo cuanto antes, tal como sucediera en el anterior intento del famoso 23-F en 1981. Y para ello se requiere, como entonces, el consenso de todas las fuerzas políticas democráticas, de sindicatos y asociaciones cívicas decentes, de instituciones gubernamentales…y además del activo e indiscutible apoyo al Gobierno de turno en semejante trance por la inmensa mayoría de ciudadanos que desean seguir viviendo y conviviendo en paz y libertad.  
            Infinita tristeza e inmensa preocupación ante lo que sucede en Cataluña, mientras sus totalitarios promotores siguen impunemente actuando contra el Estado de Derecho, apoyados por sus huestes callejeras, y la respuesta democrática es esperar que Rajoy, Sánchez y Rivera se pongan o no de acuerdo sobre qué medidas adoptar para someter al totalitarismo, cuando lo aceptable sería su exigencia unánime de que los golpistas depusieran inmediatamente su actitud y, en caso contrario, que sobre ellos recayera sin paliativos todo el peso de la Ley.
                                    Fdo. Jorge Cremades Sena

domingo, 1 de octubre de 2017

SEDICIÓN Y REBELIÓN



                Desde que los gobernantes independentistas catalanes decidieron poner jaque mate a nuestro sistema constitucional, que algunos llaman “régimen del 78”, denigrándolo públicamente como si no fuera homologable con el resto de democracias europeas, una serie de politicastros, que tanto abundan en España, han vertido públicamente tal cantidad de barbaridades y mentiras que finalmente han calado en buena parte de la ciudadanía para mayor desprestigio de nuestro Estado de Derecho y, por ende, mayor beneficio para sus espurios objetivos. Por ello, cuando este acoso y derribo contra el Estado de Derecho es inminente y peligrosísimo, mientras muchos se preguntan si desde sus instituciones no se puede hacer algo más para parar el Golpe de Estado institucional secesionista, conviene hacer un acelerado esfuerzo pedagógico-político para que la ciudadanía conozca en toda su dimensión la situación y obre en consecuencia, pues de tanto repetir interesadas mentiras, va calando la idea de que los españoles, incluidos los catalanes, soportamos un Estado opresor, liberticida y casi dictatorial, en el que hasta proliferan los “presos políticos”, cuando, comparado con el resto de países de nuestro entorno europeo, sucede todo lo contrario, ya que si de algo adolece nuestro Estado de Derecho es precisamente de cierta debilidad en uno de los instrumentos esenciales para la defensa del ordenamiento constitucional, como es el Código Penal, casi al margen de afrontar con nitidez los gravísimos delitos de sedición y rebelión, que cometen quienes pretenden la liquidación del Estado y de su organización. En efecto, desde la reforma del Código Penal de 1995 del ex ministro socialista Juan Alberto Belloch, añadiendo a la redacción de dichos delitos el requisito de “violencia”, la aplicación de los mismos se hace más compleja que en la redacción anterior y en la de la República, con la que, sin lugar a dudas, los promotores de este golpe de Estado auspiciado desde las instituciones ya hubiesen sido procesados por dichos delitos, como sucedió al President Lluis Companys, procesado junto al President del Parlament, Joan Casanova, y condenado a 30 años de prisión por el Tribunal de Garantías Constitucionales (equivalente al actual Tribunal Constitucional) el 6 de octubre de 1934.
        El hecho de que hasta el momento el problemón catalán sólo se haya abordado desde los delitos de desobediencia, prevaricación o malversación de caudales públicos (más bien delitos no contra las Instituciones del Estado ni contra la División de Poderes, sino contra la Administración Pública, de menor gravedad y con penas más leves), obedece seguramente a su menor complejidad interpretativa, pues con el Código Penal de 1932, el de la República, iniciativas como las del Parlament y del Govern ya hubieran sido consideradas como delitos de rebelión o sedición sin lugar a dudas, al no imponer la exigencia de un alzamiento público y violento, que sí exige el Código Penal vigente desde la reforma de Belloch, sin que ni los posteriores gobiernos de Aznar, Zapatero y Rajoy lo hayan tocado a pesar de la evidente menor protección del orden constitucional que tal reforma conllevaba. No obstante, tal como evoluciona el “procés”, el delito de sedición ya está en ciernes (y el de rebelión ya veremos), pues el art, 544 del vigente Código Penal dice que “son reos de sedición los que…se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales”. En la retina tenemos las imágenes televisivas de los tumultos para impedir a la Guardia Civil ejecutar las resoluciones judiciales, sus coches destrozados, el griterío callejero y las pintadas avalando la desobediencia a la legalidad… juzguen ustedes mismos si no estamos en la antesala de dichos delitos.
        En todo caso, lo que debiera quedar meridianamente claro es la demagogia de quienes machaconamente intentan convencer a la gente de buena fe de que en España hay un Estado “franquista” y “opresor”, que hay que liquidarlo, contraponiéndolo además con la Segunda República y negándole su homologabilidad con las democracias europeas (sean repúblicas o monarquías constitucionales), cuando la realidad es que, como sucedió en 1934 con Companys y como sucedería ahora con cualquier mandatario regional en Europa, hechos y comportamientos como los que asombrosamente estamos viviendo y sufriendo en Cataluña hubieran llevado ya a sus promotores a penas de cárcel y de inhabilitación, pues cualquier Estado democrático que se precie lo primero que ha de hacer es blindarse frente a sus enemigos, que son todos aquellos que, actuando al margen de la ley, pretenden liquidarlo para imponer antidemocráticamente sus proyectos. Es paradójico que encima de semejante debilidad de nuestro actual Código Penal respecto a delitos directos contra el Estado, tengamos que soportar además que digan que tenemos un “régimen” liberticida; es el colmo de los colmos.               
                        Fdo. Jorge Cremades Sena