Tras la insólita
comparecencia de Puigdemont en el Parlament de Cataluña y su ambigua y confusa
declaración de independencia, que aplaza y suspende segundos después, para,
finalizada la sesión, sin votación alguna y sin replica siquiera a las
intervenciones de los parlamentarios de la oposición, encerrarse en una sala
del edificio y firmar junto al resto de diputados independentistas una atípica
y extraoficial declaración de independencia y la consecuente proclamación de
una supuesta República de Cataluña, provocando la pertinente convocatoria de un
Consejo de Ministros extraordinario por parte de Rajoy para dar respuesta a tan
incomprensible y antidemocrática situación, ha llegado definitivamente la hora
de la verdad. En efecto, el Gobierno de España, con el apoyo mayoritario de la
oposición en el Congreso (es decir, de PSOE y Ciudadanos, que con el PP suman
más del 70% de la Cámara), emplaza a Puigdemont a que urgentemente aclare a las
instituciones y a todos los españoles, incluidos los catalanes, si realmente ha
proclamado la independencia unilateral de Cataluña y que lo haga con un escueto
“sí” o “no” para saber a qué atenernos y despejar definitivamente las dudas y
confusiones generadas al respecto con su rocambolesco comportamiento en el
Parlament, que ni entienden propios ni extraños, y así, aclarada de forma
transparente la situación, poder obrar en consecuencia con los instrumentos
democráticos que tiene el Estado de Derecho para afrontar este tipo de situaciones
kafkianas. Se acabaron pues las amenazas, los chantajes y las bravuconadas del
Govern de la Generalitat hacia el Estado de Derecho, arropadas siempre con
excesivas dosis de demagogias y mentiras para alimentar a su vez un victimismo
embustero y el odio a todo lo que huela a español, como si los catalanes no
fueran artífices y, por tanto, corresponsables, junto al resto de españoles, de
la construcción durante siglos del actual Reino de España. Se acabaron
definitivamente, o debieran acabarse, los juegos del escondite, la deslealtad y
las triquiñuelas por parte del principal representante del Estado Español en
Cataluña para burlarlo cuando su deber, como principal autoridad catalana,
rango emanado y legitimado por la Constitución, es, o debiera ser, la
transparencia, la lealtad, la defensa, el respeto y el acatamiento estricto a
las normas de convivencia y a las leyes y procedimientos que entre todos los
españoles, incluidos los catalanes, nos hemos dado y que están recogidos en la
Constitución, en el Estatut de Autonomía y en el resto de instituciones,
organismos y leyes emanadas de los mismos. Por todo ello Puigdemont tiene ahora
la última palabra y obviamente la responsabilidad sobre las consecuencias que
se deriven de su libre decisión, pues, al fin y al cabo, al margen de sus
compañeros de viaje o de aventuras rocambolescas, él es el principal
responsable de lo que suceda.
Ya no valen escusas o
pretextos para eludir responsabilidades, ni demagogias, ni victimismos para
justificar lo injustificable. El tortuoso camino del antidemocrático procés
secesionista ya no da más de sí y ha desembocado en un precipicio muy peligroso.
O retrocedes o te lanzas al vacío. No caben medias tintas. En definitiva, o
Puigdemont regresa a la senda democrática (pero esta vez de verdad) o prosigue
por los atajos totalitarios que le han llevado a tan lamentable situación; es
tan sencillo y tan difícil a la vez como responder claramente si ha proclamado
la independencia de Cataluña unilateralmente, como le exigen sus socios de ERC
y CUP, o no lo ha hecho, como desean los demócratas del mundo (ya sean de
izquierdas, derechas o mediopensionistas) pues sus compañeros del PDeCat
(antigua Convergencia) andan divididos y estupefactos ante el declive de su
formación desde que iniciara la aventura política independentista, apoyándose
en los radicales de izquierda y los anticapitalistas.
Tampoco valen nuevas
mentiras, aunque ya las andan diciendo los voceros irresponsables en algunos
medios. Ni hay amenazas por parte del Estado de Derecho, ni pretendidas
humillaciones al “pueblo catalán”, como dicen algunos; simplemente hay una
previa advertencia de las consecuencias que puedan derivarse de aplicar la
legalidad en caso de proseguir por el camino equivocado del totalitarismo,
aunque en este desmadre ideológico independentista y en sectores populistas
afines, se considere que aplicar la ley a cualquier ciudadano que la transgreda
es una amenaza. Y Puigdemont la ha transgredido reiteradamente, como él y los
que le empujan saben de sobra (y si no lo saben, debieran saberlo), actuando al
margen de la Constitución, del Tribunal Constitucional, de las sentencias
judiciales y del propio Estatut de Autonomía, así como del Parlament y sus
reglamentos. ¿Se imaginan que cualquier presidente autonómico, socialista o
popular, hubiera hecho la mitad de lo que ha hecho Puigdemont? ¿Dónde estaría?
Seguro que lo saben. Y seguro que nadie diría que por ello se humillaba al
pueblo que le eligió presidente autonómico. Puigdemont tiene pues la última
palabra.
Fdo.
Jorge Cremades Sena