Es
obvio que en un Estado de Derecho las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad tienen
toda la legitimidad para intervenir dentro de la legalidad contra aquellos que,
por una u otra razón, actúan al margen de la misma o alteran el orden público.
Es uno de sus cometidos. Para eso están y para ello se les paga del erario
público, es decir, de nuestros impuestos, como al resto de funcionarios para el
desempeño de sus funciones. Prestan un servicio al pueblo, a toda la ciudadanía,
lo que las diferencia de las existentes en países antidemocráticos donde actúan
al servicio del dictador de turno y, por tanto, contra sus respectivos pueblos.
Por el bien común, de entrada, es necesario pues que cuenten con nuestra
colaboración, individual y colectiva, en todas sus actuaciones para corregir
las perversiones de la legalidad que democráticamente nos hemos dado. Pero en
los últimos tiempos se están produciendo demasiados espectáculos deplorables en
los que, de forma irresponsable, algunos pretenden empañar las actuaciones
policiales tachándolas de inadecuadas, lo que provoca un malestar generalizado
en las mismas que, en definitiva, perjudica a nuestra convivencia pacífica.
¿Dónde está el límite para juzgar una actuación policial como permisiva,
correcta o contundente? La respuesta sería la clave para valorar de forma
objetiva en cada intervención policial los defectos o excesos que se hayan
podido cometer. Sin embargo, permisividad y contundencia son conceptos
subjetivos, siempre discutibles, por lo que, para acercarnos a una cierta
objetividad, sólo nos queda recurrir a las imágenes globales del acto en el que
han intervenido –sobre todo si se trata de manifestaciones o concentraciones
susceptibles de alteración del orden público- para conocer el comportamiento de
unos y otros, no sólo el de la policía, y evaluar quienes han actuado de forma
incorrecta.
En
los últimos meses algunas de estas imágenes hablan por sí solas. ¿Procede que un
grupo de gente impida la identificación de una persona, que se niega a ser
identificada e intenta huir, y encima acusen al policía de xenófobo porque el
sujeto no es de raza blanca? ¿Procede que, ante la pertinente dotación policial
y el oficial judicial, se impida por la fuerza una orden de desahucio? ¿Procede
que la policía enviada a una manifestación sea desobedecida, insultada,
escupida y vejada por manifestantes que, campando a sus anchas, intentan
asaltar edificios públicos, impedir el trabajo de cargos gubernativos o buscar
enfrentamientos con otros manifestantes de signo contrario? Es obvio que, en
estos y otros muchos casos, los policías están cumpliendo con su obligación -para
ello se les envía a dichos lugares- y quienes están de momento actuando de
forma incorrecta y al margen de la legalidad no son precisamente ellos, aunque,
ante tal provocación e impotencia, pueda producirse alguna extralimitación por
parte de algún agente. Por lamentable que sea la situación de un inmigrante
“sin papeles” o una orden de desahucio, por loables que sean las reivindicaciones
de cualquier grupo, no procede arremeter contra los agentes policiales que
simplemente están cumpliendo con su difícil trabajo y ejerciendo la autoridad
que nuestra legislación les otorga. Más bien cabe arremeter contra los
legisladores y gobernantes, únicos responsables del malestar de muchos
ciudadanos y de la precaria situación en que viven muchos otros. Los policías,
en definitiva, simplemente cumplen sus órdenes –las del Ministerio de Interior-
que, en muchas ocasiones, son difíciles de cumplir, especialmente cuando les
obligan a soportar ciertas dosis de permisividad frente a actuaciones o
situaciones de ilegalidad y desobediencia civil que, “in crescendo”, desembocan
finalmente en la necesidad de usar la contundencia para prevenir males mayores.
Si la legalidad y el orden público fuera la vara de medir en todos los casos,
se entendería cierta contundencia para restablecerlos frente a quienes la
incumplen o se niegan a acatar las indicaciones de los responsables de hacerlo,
los policías, ya que la permisividad por parte de ellos, la dejación de
autoridad, conduciría al caos.
Afortunadamente
los tiempos de Fraga y su famosa frase “la calle es mía” han pasado, aunque
algunos se empeñen ahora en aplicársela a ellos mismos sin entender que la
calle tampoco es suya, sino de todos. Si entonces la policía actuaba para
imponer el silencio del pueblo desde la ilegitimidad, ahora, desde la legitimidad,
lo hace para garantizar, desde la legalidad, la libertad de expresión; pero de
todos y no sólo de unos pocos. Al Ministerio de Interior corresponde la
responsabilidad de cómo hacerlo. ¡Claro que es esencial para nuestra
democracia, tal como afirma el ministro Camacho, que todos puedan expresar al
mismo tiempo sus ideas aunque sean contrapuestas! Pero cabe preguntarle si
todos han de hacerlo también en el mismo lugar, máxime si, como él dice, los
últimos disturbios en Sol los ocasionaron “radicales con actitudes violentas”.
Precisamente, para evitar los previsibles disturbios envió allí a los
antidisturbios, seguramente pensando que con ciertas dosis de oratoria les
harían deponer sus violentas actitudes. Lo que no le quedó claro seguramente es
cómo tenían que actuar en caso de no conseguirlo. ¿Lo tiene claro ahora? Eso es
lo que realmente importa.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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