El
devastador incendio de la crisis económica está convirtiendo en cenizas no sólo
nuestro estado del bienestar –ya convertido en malestar para millones de
españoles- sino también nuestro sistema democrático. Entretanto, los dirigentes
de las distintas instituciones del Estado, ebrios de sus propios egoísmos, son
incapaces de esforzarse en coger la manguera y, jugando con fuego, prefieren
quemarse entre los escombros del edificio que les alberga. Cuando más se
necesita un amplio consenso por el que tirios y troyanos, dejando sus intereses
particulares, unifiquen sus esfuerzos para reforzar los cimientos del ruinoso
edificio, unos y otros se empecinan en atrincherarse en sus respectivas
habitaciones como si la extinción del fuego nada tuviese que ver con ninguno de
ellos. Se está jugando con fuego desde hace demasiado tiempo y ahora, reavivado
por los vientos de la crisis, se pone en evidencia el dicho popular de que
quien juega con fuego al final acaba quemándose.
Se
está jugando con fuego por hacer recaer los mayores sacrificios de la crisis en
los trabajadores, autónomos y funcionarios –productores de bienes y servicios-
manteniendo intactas las viciadas estructuras institucionales y el decadente
modelo productivo que la ha provocado; por prostituir los procesos electorales dando
un giro copernicano a los proyectos mayoritariamente votados; por gobernar
enérgicamente sólo para los más débiles y negligentemente para los más
poderosos; por buscar la alternancia política sólo para, como actor o acusador,
tirarse los trastos a la cabeza por idénticos comportamientos viciados en vez
de buscar un acuerdo para erradicarlos definitivamente; por desacatar los
preceptos constitucionales desde las instituciones mientras las de instancia
jerárquicamente superior hacen dejación de sus funciones permitiéndolo; por
actuar la administración como coladero laboral de clientelismos políticos o
familiares del gobernante de turno al margen de los preceptivos requisitos de
mérito y capacidad; por eternizar un entramado institucional mastodóntico que
se ha convertido en una losa burocrática insostenible en vez de un motor para
resolver los problemas de los ciudadanos. En definitiva, se está jugando con
fuego cuando gobernar en democracia supone un progresivo empeoramiento de la
calidad de vida de la mayoría de los ciudadanos y una sustancial mejoría de la
de unos pocos, provocando una mayor distancia entre pobreza y riqueza en vez de
reducirla. Es, entre otras muchas cuestiones lamentables, lo que está
sucediendo en nuestro país desde hace demasiado tiempo.
Así
las cosas, no sorprende que, tras el paro y los problemas económicos, la clase
política sea la tercera preocupación de los españoles, desatando en la opinión
pública un rechazo progresivo hacia los políticos y, por ende, hacia las
propias instituciones donde trabajan, que se perciben como entes creados para
satisfacer sus egoístas intereses y no para servir a la ciudadanía. Así las
cosas, lo que sorprende es que, abierto el debate, los dirigentes políticos, al
margen de sus colores, no entiendan que conjuntamente han de acometer un
proceso regeneracionista, para evitar que proliferen los “salvapatrias” de
turno, quienes, aprovechando la situación, actúan como verdaderos pirómanos,
pretendiendo convertir en cenizas los cimientos de nuestro sistema de convivencia.
Para evitarlo, no basta con proclamar que no todos los políticos son iguales y
que, en un estado democrático, son imprescindibles; los demócratas bien lo
sabemos. Hay que añadir mecanismos eficaces para expulsar “ipso facto” del
sistema a quienes, siendo más iguales que otros, no sólo son prescindibles sino
nefastos, pues “haberlos haylos” y demasiados. Hay que ajustar la estructura
territorial del Estado a las necesidades reales de la ciudadanía, obligando a
sus instituciones a un cumplimiento estricto de la legalidad vigente y a una
estricta actuación en el ámbito de competencias que cada una tenga encomendado.
El
último espectáculo protagonizado en el Consejo de Política Fiscal y Financiera
es el mejor ejemplo de lo que no hay que hacer. El gobierno español, ante la
rebelde actitud de algunas CCAA a cumplir su proyecto de calendario de lucha contra
el déficit, que, adecuado o no, es de su competencia y de su responsabilidad,
recuerda que el art. 155 de la Constitución le permite tomar medidas para
obligarlas a cumplirlo; la oposición le acusa de dar un “golpe constitucional”
tratando de intervenir a las CCAA. Clamoroso error de ambos. El gobierno no
tiene que recordar el citado artículo, lo que debe hacer es, si llega el caso,
aplicarlo; la oposición, si no está de acuerdo, criticar la medida y aportar
otra mejor, pero jamás tildar al gobierno de golpismo porque aplique un
precepto constitucional. Los errores gubernamentales son fácilmente subsanables
en las urnas, pero los errores democráticos tienen muy difícil solución. Se
está jugando con fuego si en un Estado de Derecho los gobernantes amenazan con
aplicar el imperio de la ley pero no lo aplican o lo hacen de forma arbitraria;
más aún si son tachados de golpistas por aplicarlo.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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