Ni
es la primera vez, ni será la última, que se pone de manifiesto la ineficacia
de la ONU para resolver conflictos que ponen en riesgo la paz mundial. La
ineficacia e inoperancia forma parte de su propia identidad funcional y el
drama de Siria lo pone en evidencia por enésima vez. Por eso, cada vez suenen
más voces, a las que me sumo, para que se hagan reformas sustanciales en su
funcionamiento más acordes y operativas con una realidad internacional muy
diferente a la de finales de la Segunda Guerra Mundial en la que se fundó,
entre otras razones, ante el fracaso de la Sociedad de Naciones (creada a
finales de la Primera Guerra Mundial) al no haber podido evitar otro conflicto
internacional. ¿Podrá evitar la ONU un tercer conflicto internacional? No lo
sé, pues, aunque de momento lo está consiguiendo (incluso en el periodo de la
llamada “guerra fría”), no es menos cierto que lo que ha sucedido es una
sustitución de un conflicto internacional por innumerables conflictos y guerras
locales, en las que las grandes potencias dirimen sus diferencias y defienden
sus intereses a costa del sufrimiento de los diversos pueblos que las soportan.
Y en provecho de quienes arman hasta las cejas a los contendientes, mientras
hipócritamente discuten en los despachos sobre el sexo de los ángeles. Por
tanto, si sus objetivos son facilitar la cooperación en derecho internacional,
paz, seguridad, desarrollo económico y social, derechos humanos y ayuda
humanitaria, basta echar un vistazo a lo largo y ancho del mundo mundial para
concluir que, después de casi setenta años de existencia, el papel de la ONU
tiene, al menos, tantas luces como sombras.
No seré
yo quien, dicho lo anterior, pretenda anular o tachar de inútil a una
organización formada, prácticamente, por todos los estados soberanos. Pero,
precisamente por ello, no es de recibo que asuntos como el de Siria estén
desangrando durante años a una población indefensa que, como muchas otras en
otros lugares, es antes condenada “in aeternis” a soportar regímenes
dictatoriales (apoyados por miembros destacados de la ONU), que violan
sistemáticamente todos los derechos humanos de sus poblaciones, en flagrante
atentado a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, probablemente,
aunque a nivel teórico, el mayor de los aciertos de Naciones Unidas. Ningún
dictador local, ningún “genocida”, en ninguna guerra local o en tiempo de paz
(gobernante o en la oposición) resistiría el más mínimo envite de una decisión
con carácter ejecutivo de la Comunidad Internacional representada en la ONU.
¿Por qué sucede lo contrario? Obviamente, porque conseguir decisiones con
carácter ejecutivo en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas es prácticamente
imposible a causa del derecho a veto del que gozan sus miembros permanentes
(Francia, China, Rusia, Reino Unido y EEUU), que, en la práctica, convierte a
cualquiera de ellos en único depositario de los destinos de toda la Comunidad
Internacional por muy mayoritaria que sea la repulsa a su decisión, condenando
cualquier uso de la fuerza a la categoría de ilegalidad internacional. Es la
cruda realidad de un sistema obsoleto que convierte en la práctica las
decisiones de la ONU en meras recomendaciones que, al no obligar a nadie, todos
se saltan a la torera cuando les conviene, para regocijo de los violentos que
pueden seguir campando a sus anchas. En tales condiciones la propia
organización queda reducida a determinadas labores de asistencia humanitaria y
de control de la paz (“cascos azules”) cuando el conflicto ha concluido.
Acciones nada desdeñables pero insuficientes para afrontar los nuevos retos y
amenazas a la paz mundial.
Ante la
imposibilidad de legitimar el uso de la fuerza con la unanimidad requerida en
el Consejo de Seguridad para convertir en legal cualquier intervención armada,
como sucede ahora en el conflicto sirio, lo que se legitima “de facto” es el
uso de la fuerza de quienes, importándoles un pimiento la legitimidad, la usan
porque les viene en gana. Si ni la ONU, ni la OTAN, ni la UE, ni EEUU, ni
Rusia, ni China, ni nadie tiene la capacidad legítima para poner fin al
ilegítimo infierno sirio, ni a otros tantos infiernos que, más o menos activos,
siguen con las calderas hirviendo, ¿para qué sirven las organizaciones
internacionales? ¿para qué, las potencias mundiales? ¿para qué, la proclamación
de los derechos humanos?... Simplemente, para nada. Todos los gobernantes
violentos saben que se trata de un mero paripé y por ello actúan con absoluta
impunidad. La denuncia de aquellos que, ebrios de un ciego pacifismo, siempre
se opondrán a cualquier respuesta violenta a los violentos que no pase por el
tamiz de una legitimidad inalcanzable, hace fuertes curiosamente a quienes la
legitimidad les importa un bledo. A veces con trágicas consecuencias como
sucedió en los años treinta del pasado siglo cuando la violencia del nacismo de
Hitler era más o menos tolerada por los vientos de un romántico y absurdo
pacifismo mal entendido que cuando quiso reaccionar era demasiado tarde.
Millones de muertos y seis años de guerra, llamada mundial, pero, como la
anterior, escenificada sobre todo en Europa, fue el precio a pagar. La fundación
de esta ineficaz ONU fue la respuesta de los vencedores para evitar que
volviera a ocurrir.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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