sábado, 19 de febrero de 2011

CORRUPCIÓN POLÍTICA, PESADILLA INFERNAL


            Que la corrupción está instalada en nuestra sociedad es obvio. Se percibe en amplios sectores sociales y en todos los territorios con más o menos intensidad, convirtiéndonos en un país de tramposos. Baste echar un vistazo a la economía sumergida, las facturas sin IVA, los falseos del IRPF y otras tantas triquiñuelas de nuestra vida cotidiana en que la tradicional picaresca juega un papel relevante. Siendo esto muy grave, pues menoscaba el interés general, es una minucia comparada con la corrupción política –es decir, con el abuso del poder público para beneficio personal-, manifestada de forma generalizada en sus múltiples facetas. Corrupción que comienza precisamente desde el instante en que, pudiendo hacerlo, no se persigue de forma contundente la citada picaresca para que aflore, en beneficio de todos, el dinero defraudado. ¿Tan difícil es conseguirlo? Bastaría con penas mucho más duras para todos los tramposos y con una inspección más eficaz. Y, por supuesto, con dar ejemplo de honradez para erradicar culturalmente esta lacra. A la vista está que nuestros políticos no están dispuestos a hacer ninguna de las dos cosas. A los hechos me remito.
            Nuestros dirigentes se empeñan en emborronar nuestra reciente historia, la más acertada de todas, salpicando el mapa de España con demasiados casos de corrupción, que dejan como simples aprendices a verdaderos maestros en la materia de épocas pasadas. No sorprende en absoluto que la clase política se haya convertido hoy en una de las principales preocupaciones de los españoles. Demasiados pueblos y ciudades, diputaciones y autonomías están afectados por casos de corrupción; demasiados altos cargos ministeriales, autonómicos, provinciales y locales están condenados, imputados o investigados por los mismos. La ciudadanía, impotente, se resigna a observar como cambiaron sus vidas y fortunas, así como la de familiares y amigos, tras su llegada a la política, actividad que raramente abandonan para regresar a su anterior trabajo, si es que tenían alguno. Una pesadilla infernal que pone en muy difícil situación a los políticos honrados, que también los hay, quienes suelen ser relegados de los cargos de decisión al quedar al margen de las redes de clientelismo e influencia social surgidas del entramado corrupto. El corrupto necesita ser emprendedor, es su propia esencia ya que cuanto más dinero maneje más posibilidades tiene de detraer una parte del mismo para sus fines ilícitos. Por ello, al margen de la legalidad y la decencia, desde su cargo, emprende un proceso de transformación vertiginosa, necesaria o no, en el entorno que dirige –recalificaciones, servicios, dotaciones, infraestructuras, etc-, sabedor de que su actuación tendrá, de momento, una alta aceptación ciudadana por las expectativas generadoras de actividad laboral y de mejora medioambiental. Su ideología es el enriquecimiento personal y necesita dicho proceso transformador para conseguir sus fines ya que ello le garantiza disponer de ingentes cantidades de dinero público y privado; su posición privilegiada le permite manejarlas a su antojo. Cualquier partida presupuestaria, proyecto, obra, dotación o servicio es susceptible de convertirse en un suculento botín del que detraer una importante tajada para fines ilícitos. En el peor de los casos para él, un lento y largo proceso judicial puede condenarle, pero sabe que, en todo caso, no le obligará a reponer todo lo malversado o apropiado; así, la ley juega a favor de su objetivo final, el enriquecimiento, que queda más que garantizado y a buen recaudo en paraísos fiscales, sociedades anónimas o a nombre de terceros. Entretanto la presunción de inocencia le permite seguir en activo en la política para continuar ejerciendo sus fechorías, por lo que borra de su diccionario la palabra dimisión y no tiene reparos en popularizar otras con significado delictivo -cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, financiación indebida, malversación, etc-, generando una alarma social, una pesadilla que atenta directamente contra el sistema democrático.
            Inmersos en esta escalada degradante, centrada principalmente en casos de corrupción urbanística y político-financiera, los políticos corruptos no ponen freno a su voracidad. Se sienten impunes. El último episodio de corrupción, los famosos ERE irregulares de la Junta de Andalucía, es el colmo de esta degradación desvergonzada. Si se confirma que parte de los fondos destinados a los parados –de momento, unos 700 millones de euros- se ha utilizado para indemnizaciones suculentas por prejubilación –y concesión indebida de pensión- a familiares, amigos y sindicalistas –o a otras personas- que ni siquiera trabajaban en la empresa afectada por el ERE y, por ende, sin ninguno de los dos derechos, y si además se cobraban comisiones a los falsos trabajadores para colocarlos como prejubilados, estamos ante el más degradante espectáculo de corrupción por su baja catadura moral. Quien es capaz de utilizar como botín el dinero destinado a los más desfavorecidos no sólo merece ser repudiado como político sino también como persona. La organización que mantiene a semejantes sujetos en sus filas e incluso los presenta como candidatos merece el rechazo generalizado de la ciudadanía. Es la única fórmula de recuperar la decencia política. Es decir, la verdadera democracia. El pueblo tiene la última palabra.

                            Fdo. Jorge Cremades Sena

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