Los
sangrientos sucesos en París han desatado, como era previsible, un falso debate
político, el de siempre, entre “libertad o seguridad”, cuando el verdadero
debate, el necesario y urgente, debiera ser el de “libertad y seguridad”. Sólo
intereses espurios justifican la disyuntiva en el binomio libertad-seguridad,
formado por dos conceptos esenciales en términos democráticos, pues es
imposible, por razones obvias, que, sin seguridad, haya libertad, ya que, no en
abstracto sino en concreto, no se podrían ejercer las libertades reconocidas,
tanto las individuales como las colectivas, cuyo ejercicio quedaría al arbitrio
caprichoso de los más fuertes, de los más poderosos. Es obvio que puede haber
seguridad sin libertad, como sucede en algunos estados dictatoriales, pero
jamás libertad sin seguridad, como sucede en todos los estados democráticos
consolidados. Una seguridad, democráticamente establecida dentro de un marco
legal adecuado, precisamente como garantía de las libertades ciudadanas que en
él se recogen. Por tanto quienes se empeñan en cambiar la copulativa por la
disyuntiva en el binomio libertad-seguridad se colocan en el terreno de la
demagogia sin interés alguno por defender la libertad, lo que sólo puede
explicarse desde la ignorancia o desde el miope objetivo de obtener una
rentabilidad política partidaria mediante sofismas que caerían por su propio
peso ante la más mínima reflexión razonada al respecto. Por tanto, el debate
sólo tiene sentido estrictamente cómo búsqueda de un equilibrio satisfactorio
entre los términos libertad y seguridad, complementarios y no antagónicos, que,
obviamente, al no ser objetivo, pues cada uno puede entender dicho equilibrio
de forma distinta, habrá que buscar el punto de objetividad imprescindible en
la mayoritaria sensación que tenga la ciudadanía sobre si los actuales medios y
mecanismos (legales, humanos, materiales, instrumentales, institucionales…) del
Estado son los adecuados o no para garantizar el ejercicio de sus derechos y
libertades con total normalidad. Lo contrario supondría someter a la mayoría de
la población a una inseguridad indeseable, lo que, en términos democráticos
carece de sentido y de justificación.
Si
concluimos pues que libertad y seguridad son inseparables en democracia, no
tiene sentido un viciado debate a favor de la libertad cuando los hechos ponen
de manifiesto, como es el caso, un desequilibrio en contra de la seguridad,
generando una indeseable inseguridad para la ciudadanía, tal como, no sólo en
España sino en otros países democráticos manifiestan las encuestas. Incurren
por tanto en una estúpida contradicción quienes, como ciudadanos de un sistema
democrático consolidado y basado en el imperio de la ley, cuando su gobierno
democrático de turno elegido por ellos (sea del signo político que sea) decide
ante amenazas evidentes a la libertad y para defenderla mejor, proponer y adoptar
medidas que refuercen la seguridad, recurren al argumento de que lo que
realmente quiere dicho gobierno es recortar las libertades de los ciudadanos
con el pretexto de protegerlos. Quienes afrontan asunto tan delicado y complejo
con semejante prejuicio a un sistema democrático constituido legítimamente y
que funciona bajo el imperio de la ley, evidencian su escasa convicción
democrática al sembrar sombras de dudas infundadas sobre la intencionalidad
perversa del gobierno que ha elegido el pueblo y que, en todo caso, de ser
cierta la grave acusación, sería éste quien decidiría revalidarlo o sustituirlo
por otro. Semejante comportamiento, por el mero hecho de que el signo político
del gobierno no sea de tu agrado, en vez de colaborar con él en la búsqueda de
una mayor seguridad para garantizar la libertad amenazada, es simplemente
mezquino, ruin e indecente.
Dice
el Ministro de Interior que “Hasta ahora teníamos un determinado equilibrio
entre libertad y seguridad. Ahora hay un incremento de la amenaza por el
terrorismo yihadista y hay que conseguir un nuevo equilibrio. Ese es el
debate”. ¿Algo que objetar? Supongo que no. No se trata, ni en España ni en el
resto de Europa, de sacrificar las libertades de los ciudadanos por mero
capricho de las malévolas intenciones de los respectivos gobiernos democráticos;
ni se trata, como dicen algunos, de quedar al arbitrario parecer de los
respectivos ministros de Interior (en todo caso elegidos por los ciudadanos
para garantizar nuestra seguridad en el disfrute de nuestras libertades); se
trata de establecer nuevos mecanismos excepcionales, que no de excepción, que
restablezcan el necesario equilibrio entre libertad y seguridad, para afrontar
con eficacia las excepcionales amenazas surgidas, antes de que éstas se
impongan definitivamente (como ha sucedido en otros momentos históricos y
sucede ahora en algunos países) mientras gastamos todas nuestras energías en un
estéril debate teórico sobre quienes son más forofos de la libertad o de la
seguridad, cuando, como demócratas, debiéramos ser equidistantes.
Cierto
que en la búsqueda del citado equilibrio, hay que hilar bien fino, pero siempre
teniendo presente que en las sociedades democráticas el enemigo no es el
Ministro de Interior, como algunos pretenden, sino todo lo contrario. Es ministro
de todos los ciudadanos, pertenezcan o no a su ideología, y, como todo el mundo,
está sometido al Imperio de la ley, que, obviamente, ha de estar al servicio de
la ciudadanía y, cuando queda obsoleta o es inadecuada, hay que cambiarla. Es
así de sencillo, pero teniendo en cuenta que ni la libertad, ni la seguridad,
son ilimitadas.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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