Simplemente
ha bastado la aplicación de la legalidad vigente por parte del gobierno de
forma más o menos rigurosa para colocar a Gibraltar en el punto de mira de la
política española e internacional. Sin embargo, aunque no lo parezca, el
contencioso hispano-británico por Gibraltar ha estado en el punto de mira desde
que Inglaterra, contraviniendo el Convenio de Lisboa, 1703 (que prohibía a las
potencias recientemente aliadas con la Casa de Austria en la guerra de Sucesión
al trono de España posesionarse en beneficio propio de ningún puerto o
territorio español), toma posesión (1704) de la zona en nombre de la reina Ana
de Inglaterra, tras negociar su capitulación, como estipulaba el Convenio, en
nombre del pretendiente austriaco, el archiduque Carlos, que se auto-titulaba
rey de España como Carlos III y, tras la muerte del rey Carlos II (1700),
disputaba el trono español al Borbón Felipe V, heredero por testamento de El
Hechizado y reconocido como rey por todas las potencias europeas, excepto por
el emperador austriaco Leopoldo, padre del archiduque, con quién dichas
potencias se acababan de aliar. Desde este inicial incumplimiento inglés a lo
convenido en Lisboa y, sobre todo, desde el posterior Tratado de Utrecht (1714),
que, entre otros asuntos, liquidaba la contienda sucesoria y establecía un
nuevo orden internacional, la historia de Gibraltar es la de una sucesión de incumplimientos
y violaciones por parte de Inglaterra, no sólo de lo estipulado en dicho
tratado, sino también de las promesas y acuerdos bilaterales con España
(destacando la que en 1721 hace por carta el rey Jorge I, sucesor de Ana,
comunicando al rey español: “estoy pronto a complacer en lo relativo a la
restitución de Gibraltar”) y de las recomendaciones posteriores de la ONU.
Esta es
la realidad histórica, avalada por catorce asedios, antes de acabar el siglo
XVIII, para recuperar el Peñón, así como más de treinta iniciativas
diplomáticas hasta el día de hoy, con el objetivo de reconducir la ocupación
fraudulenta inicial por parte de Inglaterra y su posterior uso ilegal y al
margen de lo pactado en Utrecht, donde, por cierto, ni siquiera se permitió a España
participar en las negociaciones. Por todo ello, España ha intentado siempre
recuperar Gibraltar, al inicio por la fuerza y después por vía diplomática,
combinando, según cada momento histórico, gestos de amistad u hostilidad, que
no han servido para nada, sino todo lo contrario. Inglaterra ha ido conformando
Gibraltar en un ente que, ni territorialmente ni jurisdiccionalmente, tiene
nada que ver con lo acordado en Utrecht, que es bien claro al respecto cuando
literalmente manifiesta que se cede “la plena y entera propiedad de la ciudad y
castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortalezas, que le
pertenecen y…se ha de entender que la dicha propiedad se cede a Gran Bretaña
sin jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el
país circunvecino por parte de tierra”. Fin de la cita, como diría Rajoy. En
definitiva, una especie de cesión de usufructo que, en ningún caso, implica
cesión de soberanía.
Hoy
Gibraltar es, territorialmente hablando, mucho más que la ciudad y el castillo
con su puerto y fortalezas. El terreno neutral fronterizo se lo han ido apropiando,
entre otras cosas, para construir el aeropuerto, justo cuando los españoles
estaban enzarzados en nuestra última guerra civil, mientras que su puerto,
según los gibraltareños, no se ciñe estrictamente a sus aguas ya que reclaman
la jurisdicción sobre las aguas circundantes, poniendo graves impedimentos a
los pescadores españoles de la zona. Hoy Gibraltar, jurídicamente hablando, es
mucho más que un pedacito de tierra cedido en usufructo a Inglaterra sin
jurisdicción alguna -algo así como lo que hoy se entiende como una especie de
base militar- ya que sus habitantes gozan de gobierno propio, de derecho a decidir,
de convocar referéndums, de elecciones y otras tantas prerrogativas, propias de
un territorio soberano inglés con mayor o menor autonomía política y
administrativa. En fin, nada que ver con Utrecht. Un ejemplo de aberración
resultante de una política de “hechos consumados” que tanto gusta, por ejemplo,
a los independentistas catalanes.
Como no
cabe en este espacio pormenorizar en los sucesivos incumplimientos británicos,
baste señalar que, aprovechando la catastrófica historia de España en los
últimos siglos, Inglaterra ha ido sacando provecho del declive español en el
contexto internacional, de las luchas cainitas de los españoles y de su
evolución histórico-política a contracorriente con el modelo europeo y
occidental. Pero hoy, ni razones estratégicas, ni de seguridad internacional,
ni de desconfianza, ni económicas, ni de ningún otro tipo se pueden esgrimir
para seguir manteniendo la única situación colonial, ilegal desde su inicio, existente
en Europa, cuando la descolonización es un hecho en el resto del mundo, y
cuando España, por fin, goza de una situación normalizada en Europa, compartiendo
en la UE con Inglaterra idéntico horizonte defensivo, económico y político,
curiosamente basado en el principio de legalidad, tanto a nivel nacional como
internacional. Sólo desde la mezquindad se puede poner trabas a la decisión de
que Gibraltar siga estando, como siempre, en el punto de mira. El Tratado de
Utrecht es uno de los mayores agravios sufridos por España a lo largo de la
Historia por parte de la Comunidad Internacional y su interpretación torticera
para dañar aún más al conjunto de los españoles una verdadera majadería.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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