viernes, 16 de agosto de 2013

INFIERNO EGIPCIO

                        Desde que a principios de julio pasado un golpe de Estado derrocó al presidente egipcio Mohamed Morsi, legalmente elegido, la escalada de violencia en Egipto, como era de esperar, ha ido “in crescendo”, al extremo de que sólo la última represalia contra los manifestantes ha provocado más de quinientas muertes, desatando, por fin, la alarma unánime en la comunidad internacional y su correspondiente condena generalizada. La tan jaleada “primavera árabe”, cargada de esperanzas, ha dado paso, al menos en Egipto, como en algún otros país, a un infierno dantesco que, a mi juicio, pone en evidencia la hipocresía política internacional, incapaz de anticiparse a este tipo de situaciones, apoyando otras soluciones menos traumáticas. Sin restar responsabilidad a Morsi y sus apoyos de gobierno, especialmente a los Hermanos Musulmanes, que, aprovechando su mayoría política, no dudaron en prostituir el proceso democrático con una legalidad excesivamente parcial y sectaria, nada debe ni puede justificar un golpe de estado para reconducir la situación, pues, al final, pasa lo que pasa. ¿Qué se hizo para advertir a Morsi y compañía que ese no era el camino? ¿Qué, para presionarle a la convocatoria de elecciones anticipadas? ¿Qué, para expresarle una repulsa unánime y un aislamiento al menos del bloque de países democráticos si persistía en su evidente error? ¿Qué, para advertir a los militares que el camino no era el golpe? Nada de nada. En el mejor de los casos, mirar para otro lado, como en otros tantos lugares.
Lamentablemente las organizaciones internacionales y las ideologías políticas, incluso las consideradas democráticas, aún no han aprendido o no quieren aprender que no hay golpes de estados buenos y malos, prefiriendo, según les conviene, o creen que les conviene a sus intereses, considerarlos así. Es la única explicación de que, incluso en el mundo occidental, se mirase hacia otro lado e incluso algunos viesen con cierto agrado este último golpe militar en Egipto en vez de condenarlo rotundamente y, ante su evidente ilegalidad, exigir inmediatamente al dictador, que es como se ha de calificar al mandatario surgido de un golpe de estado, una convocatoria de elecciones urgente que, con todas las garantías, restablezca la normalidad democrática en Egipto. Basta ojear lo sucedido los días previos a la detención de Morsi, para saber que se trataba de un clásico golpe militar en toda regla. Día 30 de junio, primer aniversario de la llegada al poder de Morsi, multitudinarias manifestaciones de protesta y petición de su dimisión. Día 1 de julio, el jefe del Ejército y ministro de Defensa, da un ultimátum a Morsi y su gobierno para que negocie (ya, haga lo que haga Morsi, el golpe se ha dado). Día 2, Morsi se niega ante el fracaso de la búsqueda de consenso anterior y dice que se dispone a derramar su sangre en defensa de su legitimidad. Día 3, el ejército se despliega, retiene a Morsi, arresta a políticos, cierra canales de televisión, anuncia la formación de un gobierno de transición, suspenden la Constitución y disuelven el Parlamento. El golpe, de manual, ha tenido éxito. Día 4, un nuevo personaje jura como presidente, es Adil Mansur, ¡qué más da!. Día 5, manifestaciones multitudinarias en favor de Morsi. ¿Quién tenía la mayoría popular, los manifestantes del día 30 de junio o los del día 5 de julio? Difícil respuesta. Es lo que siempre sucede cuando las varas de medir las mayorías en democracia se buscan fuera de las urnas. Al final, los egipcios, en este caso, a pagar el pato.
La comunidad internacional y, especialmente los estados que conforman lo que hemos dado en llamar la civilización occidental, debieran plantearse de una vez por todas algunas cuestiones urgentes. En primer lugar que la extrapolación directa de su modelo político a otras civilizaciones requiere de matices no siempre asumibles desde nuestro punto de vista. En segundo lugar que, una vez extrapolado, se ha de apoyar con todas las consecuencias sin fisuras. Y en tercer lugar que, ante cualquier agresión al modelo, siempre se responderá con una enérgica condena y la exigencia inmediata de restablecerlo. ¿Por qué no se condenó el golpe desde el principio exigiendo reponer a Morsi? ¿Acaso no era el legítimo mandatario democrático? No se puede jugar a la democracia según los resultados electorales que a unos u otros convengan. Desde Occidente debiéramos preguntarnos qué parte de responsabilidad tenemos en que el pueblo egipcio, que tiene todo el derecho a equivocarse, al final haya caído en este dantesco infierno de muerte y miseria para, tras un leve sueño de esperanza, despertar en un abismo dirigido, gracias a su propio apoyo, por quienes durante décadas les estuvo reprimiendo con el beneplácito de la Comunidad Internacional. Evitarlo no se consigue con tímidas intervenciones de mediación. Menos aún con compadreos, como las declaraciones del Secretario de Estado norteamericano John Kerry, diciendo que la destitución de Morsi estaba “restaurando la democracia”. La democracia sólo se restaura y se consolida apoyándola sin fisuras, por más fallos que pueda tener a la hora de ponerla en práctica. No estaría de más, que todos tomáramos nota.

                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

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