Desde
que a principios de julio pasado un golpe de Estado derrocó al presidente egipcio
Mohamed Morsi, legalmente elegido, la escalada de violencia en Egipto, como era
de esperar, ha ido “in crescendo”, al extremo de que sólo la última represalia
contra los manifestantes ha provocado más de quinientas muertes, desatando, por
fin, la alarma unánime en la comunidad internacional y su correspondiente
condena generalizada. La tan jaleada “primavera árabe”, cargada de esperanzas,
ha dado paso, al menos en Egipto, como en algún otros país, a un infierno
dantesco que, a mi juicio, pone en evidencia la hipocresía política internacional,
incapaz de anticiparse a este tipo de situaciones, apoyando otras soluciones
menos traumáticas. Sin restar responsabilidad a Morsi y sus apoyos de gobierno,
especialmente a los Hermanos Musulmanes, que, aprovechando su mayoría política,
no dudaron en prostituir el proceso democrático con una legalidad excesivamente
parcial y sectaria, nada debe ni puede justificar un golpe de estado para
reconducir la situación, pues, al final, pasa lo que pasa. ¿Qué se hizo para
advertir a Morsi y compañía que ese no era el camino? ¿Qué, para presionarle a
la convocatoria de elecciones anticipadas? ¿Qué, para expresarle una repulsa
unánime y un aislamiento al menos del bloque de países democráticos si
persistía en su evidente error? ¿Qué, para advertir a los militares que el
camino no era el golpe? Nada de nada. En el mejor de los casos, mirar para otro
lado, como en otros tantos lugares.
Lamentablemente las
organizaciones internacionales y las ideologías políticas, incluso las
consideradas democráticas, aún no han aprendido o no quieren aprender que no
hay golpes de estados buenos y malos, prefiriendo, según les conviene, o creen que
les conviene a sus intereses, considerarlos así. Es la única explicación de
que, incluso en el mundo occidental, se mirase hacia otro lado e incluso
algunos viesen con cierto agrado este último golpe militar en Egipto en vez de
condenarlo rotundamente y, ante su evidente ilegalidad, exigir inmediatamente
al dictador, que es como se ha de calificar al mandatario surgido de un golpe
de estado, una convocatoria de elecciones urgente que, con todas las garantías,
restablezca la normalidad democrática en Egipto. Basta ojear lo sucedido los
días previos a la detención de Morsi, para saber que se trataba de un clásico
golpe militar en toda regla. Día 30 de junio, primer aniversario de la llegada
al poder de Morsi, multitudinarias manifestaciones de protesta y petición de su
dimisión. Día 1 de julio, el jefe del Ejército y ministro de Defensa, da un
ultimátum a Morsi y su gobierno para que negocie (ya, haga lo que haga Morsi,
el golpe se ha dado). Día 2, Morsi se niega ante el fracaso de la búsqueda de
consenso anterior y dice que se dispone a derramar su sangre en defensa de su
legitimidad. Día 3, el ejército se despliega, retiene a Morsi, arresta a
políticos, cierra canales de televisión, anuncia la formación de un gobierno de
transición, suspenden la Constitución y disuelven el Parlamento. El golpe, de
manual, ha tenido éxito. Día 4, un nuevo personaje jura como presidente, es
Adil Mansur, ¡qué más da!. Día 5, manifestaciones multitudinarias en favor de
Morsi. ¿Quién tenía la mayoría popular, los manifestantes del día 30 de junio o
los del día 5 de julio? Difícil respuesta. Es lo que siempre sucede cuando las
varas de medir las mayorías en democracia se buscan fuera de las urnas. Al
final, los egipcios, en este caso, a pagar el pato.
La comunidad
internacional y, especialmente los estados que conforman lo que hemos dado en
llamar la civilización occidental, debieran plantearse de una vez por todas
algunas cuestiones urgentes. En primer lugar que la extrapolación directa de su
modelo político a otras civilizaciones requiere de matices no siempre asumibles
desde nuestro punto de vista. En segundo lugar que, una vez extrapolado, se ha
de apoyar con todas las consecuencias sin fisuras. Y en tercer lugar que, ante
cualquier agresión al modelo, siempre se responderá con una enérgica condena y
la exigencia inmediata de restablecerlo. ¿Por qué no se condenó el golpe desde
el principio exigiendo reponer a Morsi? ¿Acaso no era el legítimo mandatario
democrático? No se puede jugar a la democracia según los resultados electorales
que a unos u otros convengan. Desde Occidente debiéramos preguntarnos qué parte
de responsabilidad tenemos en que el pueblo egipcio, que tiene todo el derecho
a equivocarse, al final haya caído en este dantesco infierno de muerte y
miseria para, tras un leve sueño de esperanza, despertar en un abismo dirigido,
gracias a su propio apoyo, por quienes durante décadas les estuvo reprimiendo
con el beneplácito de la Comunidad Internacional. Evitarlo no se consigue con
tímidas intervenciones de mediación. Menos aún con compadreos, como las
declaraciones del Secretario de Estado norteamericano John Kerry, diciendo que
la destitución de Morsi estaba “restaurando la democracia”. La democracia sólo
se restaura y se consolida apoyándola sin fisuras, por más fallos que pueda
tener a la hora de ponerla en práctica. No estaría de más, que todos tomáramos
nota.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
No hay comentarios:
Publicar un comentario