Es
preocupante el alto índice de frivolidad que acompaña al debate público sobre
un asunto de máxima importancia y complejidad, como es el aborto, desde que el
PP, tal como mantenía en su programa electoral, apoyado por mayoría absoluta,
ha decidido modificar la ley vigente al respecto que, caprichosa y
unilateralmente, decidió implantar ZP en 2010, rompiendo el consenso de “hechos
consumados” de la anterior ley socialista de 1985, avalada por el TC, que, ni
el mismísimo Aznar, se atrevió a modificar. Por tanto, al margen de la posición
de cada cual sobre el aborto y para centrar el debate, el PP está legitimado y
avalado electoralmente para afrontar dicha reforma, al igual que ZP en su día.
Es incoherente que, mientras se le critica con razón por incumplir su programa
electoral, cuando lo cumple, como es el caso, se le critique igualmente
achacando la decisión a intereses ocultos. Cuestión distinta es si no hubiera
sido mejor en 2010 dejar las cosas como estaban, salvo que se hubiese logrado
un amplísimo consenso para modificar la ley sobre asunto tan delicado y
sensible, cuando la legalidad ya estaba asumida por toda la sociedad, sin
reparar en la inconveniencia de someterla al vaivén ideológico del partido
gobernante que, a lo sumo, representa a la mitad social.
Dicho
lo anterior, es intolerable dividir a la gente entre proabortistas o
antiabortistas, cuando, desde el sentido común, el aborto supone un fracaso,
jamás un éxito, y, por tanto, salvo excepciones que confirman la regla, nadie
es proabortista, aunque algunos así lo parezcan. Se trata de dar una respuesta
legal a un grave problema social que lleva implícitas esenciales cuestiones
éticas, morales, sanitarias, científicas e incluso económicas. Un complejo
asunto que, obviamente, genera en la UE un amplio abanico legislativo que
abarca desde la prohibición y pena de cárcel en Malta, a la libre decisión de
abortar durante las 24 semanas de gestación (cuando el feto ya es casi viable
de forma independiente) en Holanda. Sin entrar en pormenores de los distintos
países que no cabrían en este espacio, se trata, en definitiva, de deshacerse
de forma voluntaria de un feto y en qué condiciones y circunstancias se permite
sin incurrir en delito. Para afrontar el problema, dos modelos: el de “plazos”,
que es el mayoritario, consistente en establecer un periodo de libre decisión
sin más de la embarazada para interrumpir el embarazo; y, el de “supuestos”,
consistente en determinar determinadas circunstancias para interrumpirlo.
Ninguno de ellos lleva implícito un plus de modernidad o progresía sino
distinta forma de entender la cuestión; lo contrario nos llevaría a que, por
ejemplo, Reino Unido o Finlandia, son países anticuados y poco progresistas,
pues ambos contemplan el sistema de “supuestos”. En España, que en 1985 optó
por este sistema con un gobierno socialista, otro gobierno socialista, sin
consenso con los conservadores, decidió pasar al sistema de “plazos”,
provocando ahora que un gobierno conservador quiera volver al sistema anterior.
En
ambos sistemas, rebasadas las circunstancias legales, se incurre en delitos o
faltas, como sucede en cualquier otra norma legal y, generalizadamente, precisan
informes médicos, psíquicos, sociales, plazos de reflexión a la embarazada,
ofrecimiento de otras alternativas antes de practicar el aborto, no para
entorpecerlo, sino para garantizar que se ajusta a derecho. Sólo en el sistema
de “plazos” y sólo durante el periodo de libre decisión de la embarazada (que
suele ser hasta las 12 a 14 semanas del embarazo, donde claramente el feto no
es viable de forma autónoma) se exime de
cualquier requisito salvo la libre voluntad, mientras que situaciones como violación
o riesgo para la salud de la mujer, suelen asumirse con normalidad y, en menor
medida, las malformaciones del feto (cada vez más cuestionadas por los Derechos
Humanos) y, raramente, razones económicas o sociales. Este es “grosso modo” el
trato legal europeo al respecto. Entre el aberrante aborto libre sin más, desde
la fecundación a la víspera del nacimiento, y la aberrante prohibición del
mismo en cualquier momento o circunstancia, hay infinidad de posibilidades y cada
sociedad ha de legislar sobre dónde sitúa los márgenes legales para interrumpir
una vida humana en ciernes que es de lo que, en definitiva, se trata. Unos
límites para que, asumidos mayoritariamente, no queden al libre albedrío de la
conciencia individual actos que supondrían aberraciones desde el punto de vista
de la condición humana. Es incomprensible que un asunto que ni la ciencia
médica, ni la política de derechos humanos, ni la tecnología, ni la ética,
entre otras ciencias, es capaz de situar y delimitar en sus justos términos, se
trate de forma frívola como un asunto de avance o regresión evolutiva de la
Humanidad en términos de progreso o regreso de las distintas sociedades. ¿No
sería mejor buscar un punto de encuentro y estabilizar la cuestión con un
amplio consenso basado en el sentido común en vez situarlo como punto de mira
de todos los intereses partidistas de unos y otros?
Desgraciadamente,
como en 1985 o 2010, no es precisamente el sentido común lo que prevalece. Ni
aquel histórico “mamá no me mates” para oponerse a la ley de Felipe González,
ilustrado con un panfleto en que una tijera troceaba un feto viable
autónomamente, ni aquel “un feto es un ser vivo pero no humano” de la Ministra
Aído, como argumento para avalar la ley “de plazos” de ZP, aportan nada al
sereno debate que precisa la definitiva legislación sobre el aborto en España.
Menos, acusar al Gobierno de Rajoy, como hace Rubalcaba, de cambiar la libertad
de las mujeres por un puñado de votos de la extrema derecha. Bastaría con
preguntarle si Felipe esclavizó a las mujeres por su ley “de supuestos”,
mientras él era ministro, o a cambio de qué votos o intereses Zapatero cambió
la ley en 2010, mientras él ya no era ministro sino vicepresidente del
Gobierno. Con este tipo de argumentos no vamos a ninguna parte. Seguramente es
que tampoco pretendemos ir a ninguna parte.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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