Durante
más de seis horas ha comparecido la Infanta Cristina ante el juez Castro como
imputada en el Caso Noos, uno más de los cientos de casos de corrupción que están
en lista de espera en un país de mangantes experimentados. Y, consumada la
expectante comparecencia, hay que preguntarse ¿y ahora, qué? Pues bien, ahora,
a esperar que el juzgado de Palma resuelva al respecto y aclare el grado de
implicación de Cristina en los hechos supuestamente delictivos que se le
imputan que, para algunos, como para el propio fiscal del caso, no se sabe bien
cuáles son (su pregunta directa a la imputada es elocuente: “¿Sabe qué delito
fiscal le imputan?”, “No”, es la respuesta, concluyendo el fiscal “Yo, tampoco”),
mientras que para otros, incluidos los exhibidores de banderas republicanas en
la entrada de los juzgados, son todos los habidos y por haber (entre ellos, el
más grave de todos: ser Infanta en un Estado Monárquico que, con toda
legitimidad, detestan).
Y
con toda legitimidad cabe todo tipo de críticas a la actuación de la Infanta y
su marido, a la del juez y el fiscal (especialmente por sus mutuas
descalificaciones), a la de los técnicos de Hacienda, a la de gobernantes
locales o autonómicos y, en definitiva, a las de cualquier otro sujeto,
institución o circunstancia que concurra en el caso y en su evolución. Pero no
cabe (ni antes, ni ahora, ni después) confundir a la opinión pública, como
algunos pretenden, con la mezquina intencionalidad de dañar a las instituciones
democráticas (en este caso el modelo de Jefatura del Estado) en vez del loable
propósito de descubrir la verdad en un supuesto caso concreto de corrupción
para que los culpables, como en el resto de casos, paguen por ello una vez
demostrada su culpabilidad. La torticera vinculación del caso, incluso si se
demostrase la culpabilidad de la Infanta, a la Monarquía y su sustitución por
la República como solución del problema, es tan absurdo como vincular la corrupción
de un gobernante o dirigente partidario a la institución que gobierna o partido
que dirige, al extremo de proponer como solución la eliminación de los mismos y no la condena concreta del protagonista,
incluso con la pertinente inhabilitación temporal o definitiva de sus responsabilidades,
justo para reforzar la institución o partido constituido. Esto es lo que la
gente bienintencionada espera.
Sin
embargo, antes, ahora y, supongo, después, la manipulación mediática y
política, no exenta de intereses espurios, pretende arrimar el ascua a su
sardina prostituyendo, con mentiras y verdades a medias, un proceso judicial
más que, como todos en los que sus protagonistas son personas relevantes, es
susceptible de todo tipo de tópicos al uso, al extremo de convertirlo en un
espectáculo impresentable de polémicas absurdas. Ríos de tinta para especular
sobre lo divino y lo humano acerca de si se conseguiría imputar a la Infanta y
hacerla comparecer en el juzgado, así como, en caso positivo, la forma de
acudir al mismo, con exigencia de un trato idéntico al del resto de los
mortales cuando todos sabemos el desigual estatus de unos u otros en asuntos
judiciales, comenzando por la capacidad de contratación de la defensa, entre
otros asuntos, y terminando por el desigual impacto social de los imputados,
susceptible o no de medidas singulares por razones de seguridad o de otro tipo.
Acusar de privilegios específicos a la hija del rey decisiones judiciales que
se aplican a otros famosos es de una hipocresía intolerable, salvo que
genéricamente se diga que, en términos prácticos, la justicia no es igual para
todos. Algo que todos sabemos.
Pero
además de hipócrita es incoherente que, practicada la comparecencia, al no
obtenerse las respuestas inculpatorias deseadas por algunos, se exijan otras
más convincentes cuando la propia legalidad ampara al imputado para mentir como
estrategia de defensa, no le obliga a declarar contra su cónyuge y no es delito
saber si éste delinquía. Salvo que se demuestre fehacientemente la comisión de
un delito por parte de la Infanta es penalmente inocente aunque supiera que su
marido si lo ha cometido, entretanto es un esperpento el debate desencadenado
sobre si la Infanta se hace la tonta o no cuando su respuestas más
generalizadas a las preguntas del juez son “No sé, no me acuerdo, no me consta”
o “Yo confiaba en mi marido”. Guste o no guste, es lo que hay y la Infanta,
como cualquier otra persona, tiene derecho a defenderse según lo establecido.
Ahora,
la cuestión importante es si, visto lo visto, la decisión final del juez, sea
cual fuere, acabará con el esperpéntico espectáculo de la desinformación. Me
temo que no. Quienes, más interesados en la demagogia que en la verdad, ponen
sus bastardos intereses por encima de los intereses generales, seguirán
insistiendo en que se trata de injusto trato de favor a la Infanta, si la
decisión fuese exculpatoria, o de injusta caza de brujas, si fuese
condenatoria. Convertido interesadamente el “caso Noos” en un proceso a la
Monarquía lo que menos importa es quiénes y cómo pagan a la sociedad los
responsables de los daños causados, que es lo que espera la mayoría; lo
importante es el dualismo maniqueo Monarquía/ República que, a falta de
argumentos más racionales para posicionarse en cualquiera de los bandos,
recurre a tales artimañas para conseguir adeptos, en vez de aprovechar la
ocasión para, en todo caso, modificar una legalidad que contempla lagunas de
desigualdad intolerables, pero no sólo para la Infanta, ni por la razón de
serlo.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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