Con
esta habilidad que tenemos en España para convertir lo normal en anormal y
viceversa, la sucesión por parte del Príncipe Felipe tras la abdicación de su
padre el rey Juan Carlos I, un hecho normal en cualquier otro Estado
constituido como Monarquía Constitucional, trasciende aquí el mero interés mediático,
que se le supone a la noticia, para convertirse en un anormal espectáculo
político, incomprensible en cualquier otro país democrático y civilizado. En
efecto, tratándose de una sucesión normalizada constitucionalmente, que ha de
aplicarse con absoluta tranquilidad de acuerdo con las reglas de juego
democráticamente establecidas, las anormales peticiones callejeras de oponerse
al cumplimiento de lo que establece la Constitución (como sucede en otros
tantos asuntos), que algunos presentan como normales, caen, como es lógico, en
tales incoherencias y disparates que convierten la legítima aspiración
reivindicativa republicana en un espectáculo esperpéntico que perjudica incluso
a quienes aspiran legítimamente a que la forma del Estado español sea una República
de corte democrático occidental. Cuestión distinta sería cualquier otro modelo
autoritario (monárquico o republicano), incluso totalitario, que, ya sea de izquierdas
o de derechas, se consigue, tal como
avala la Historia, mediante revoluciones violentas o golpes de Estado, que, al
menos para la inmensa mayoría de los españoles, no es de lo que se trata con
dichas movilizaciones callejeras.
Siendo
así, no se entiende que haya partidos políticos, incardinados de forma libre y
voluntaria en el sistema político constitucional, que se echen al monte
reivindicando un cambio de modelo de Estado cuando, teniendo incluso
representación parlamentaria en las Cortes Generales, saben muy bien que lo
democrático es plantear una reforma de la Constitución para convencer a la
ciudadanía de la bonanza de su propuesta y, conseguida la pertinente mayoría,
sustituir legalmente la Monarquía Constitucional que, por voluntad popular de
los españoles, se contempla en el título preliminar de la Constitución,
aprobada por las Cortes y ratificada en referéndum, cuando dice que “La
soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del
Estado” y que “La forma política del Estado español es la Monarquía
parlamentaria”. Así lo ha decidido el pueblo español, al igual que los
procedimientos para modificarlo, si lo considera oportuno, que desde luego no
concuerdan ni con algaradas callejeras, ni con demagógicas mentiras o conatos
de violencia verbal o física en las calles. La sucesión de Juan Carlos I supone
simplemente cumplir un requisito constitucional, que nada tiene que ver con la
apertura de debates (y menos callejeros) sobre el modelo de estado que unos u
otros prefieran y, oponerse a ello, es una actitud antidemocrática de primera
magnitud, como otras tantas que desgraciadamente se dan en España. Una actitud
tan antidemocrática como si en un Estado republicano, a la hora del relevo de
su Presidente, por cualquier circunstancia, alguien se negara a llevar a cabo
los trámites previstos para una normal sucesión, como, por ejemplo, la
convocatoria de elecciones presidenciales, alegando que ese no es su modelo de
Estado.
Dicho
lo anterior, es indecente que, al margen de su condición republicana o
monárquica, se utilice un trámite sucesorio previsto constitucionalmente, que
es de lo que se trata, como arma electoral partidaria, inoportuna y demagógica,
que, en el mejor de los casos, obedece a la ignorancia y, en el peor, a la
majadería o la ruindad política. Sólo así se puede entender la exigencia
callejera de un referéndum (me recuerda a otros que están planteados) no
contemplado al respecto en la legalidad vigente (como en los demás estados, ya
sean monárquicos o republicanos), cuando los procedimientos legales establecidos
son otros y, menos aún, con argumentos, basados en mentiras, tan incoherentes y
torticeros que a simple vista caen por su propio peso simplemente observando
alrededor.
Cayo
Lara, en la calle, que no en el Parlamento, sostiene que ha llegado el momento
de un referéndum para que “el pueblo decida si quiere Monarquía o República”
que, según él, es decidir entre “monarquía o democracia” ya que “es
inconcebible en el siglo XXI seguir hablando del derecho de sangre” que es
“incomprensible” para los ciudadanos. Cayo Lara, como tantos otros, o no sabe,
o se olvida de forma torticera para engañar a la gente, que el pueblo español,
como hicieron otros pueblos, ya decidió en su momento; que nada tiene que ver
el “derecho de sangre” al que se refiere con otro tipo de monarquías no
parlamentarias; y que confundir “monarquía o república” con “monarquía o
democracia” es sostener que, entre otros, los ingleses, suecos, daneses,
holandeses o noruegos viven bajo regímenes no democráticos, mientras que
norcoreanos, nigerianos, etíopes, cubanos o venezolanos gozan de las mayores
cotas de libertad, progreso e igualdad, garantizados “per se” por tener como
modelo de estado la República. ¿Ignorancia supina o majadería política?
Júzguenlo ustedes. Entre otros, remata Pablo Iglesias con su escaso 8% de apoyo
popular (y sólo para las europeas con todo a favor) diciendo que lo que
pretenden quienes tienen más del 80% de apoyos es que el Príncipe herede la
Corona “sin contar con la opinión de la gente, tratándonos como si fuéramos
súbditos en lugar de ciudadanos”. Se olvida de que el Príncipe simplemente
hereda la Corona porque así lo dice la Constitución, refrendada por amplísima
mayoría por el soberano pueblo español, que había sido convertido en “súbdito”
por quienes se consideraban, como él, poseedores de la verdad absoluta al margen
de los pocos apoyos que les dieran las urnas. Afortunadamente los ciudadanos,
que no súbditos, se rigen por las mayorías a la hora de tomar las decisiones.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
No hay comentarios:
Publicar un comentario