Si la sucesión de un rey
siempre es un acontecimiento histórico importante, entre otras cosas, porque no
obedece a un tiempo tasado previsible, sino a un hecho extraordinario
imprevisible de índole natural o político, el relevo de Juan Carlos I por su
hijo Felipe, lo es aún más por las circunstancias especiales que le rodea y su
particular significado. En este caso, no sólo hay que tener en cuenta el mero
hecho de la sucesión, histórico en sí mismo, sino también su significado
político de continuidad institucional, frente a quienes entienden el periodo
monárquico juancarlista como una excepcionalidad circunstancial. Y además
porque supondrá la eliminación de los privilegios del varón frente a la hembra,
al nombrar sucesora, con el pertinente título de Princesa de Asturias, a la
hija mayor de Felipe VI.
En efecto, después de 39 años de reinado, el
mejor periodo de la Historia de España sin lugar a dudas, Juan Carlos,
merecidamente calificado como el Rey de la Democracia, deja paso a su hijo
Felipe. Merecido sobrenombre el de Rey de la Democracia ya que la tradicional
Monarquía Española (modelo de estado durante toda la Historia de España,
excepto las breves y convulsas Primera y Segunda República, que acabaron como
el rosario de la aurora), siempre se caracterizó por su absolutismo o, en el
mejor de los casos, por su alianza, que ni siquiera neutralidad, con quienes se
empeñaban, una y otra vez, en gobernar a favor de la mitad de los españoles
contra la otra mitad, dándole apariencia democrática con estatutos otorgados o
constituciones elaboradas por los vencedores del correspondiente episodio
violento. Los vencedores, con el monarca a su lado, sometían así a los vencidos
mediante una legalidad a la carta elaborada sólo por ellos y para ellos. Sin
embargo, Juan Carlos, protagonista indiscutible de la Transición, vituperada e
incluso vilipendiada hoy por quienes con apariencia de futuro pretenden volver
al pasado, es el primer Rey plenamente constitucional y democrático, sometido a
una Constitución plenamente democrática y homologable a las demás monarquías
europeas. Una Constitución, la primera, que, elaborada por los representantes
del pueblo español en su conjunto, sin limitación alguna, es de todos y para
todos en vez de para unos contra los otros. Una Constitución en la que, a
diferencia de las anteriores, cabe la alternancia política, la que decida todo
el pueblo, incluida su propia modificación, siempre que el proceso se ajuste a
lo que en ella está establecido, como en cualquier otro estado democrático, ya
sea monárquico o republicano. Pero además, Juan Carlos es el primer rey español
que se enfrenta a quienes, una vez más, se alzaron para imponer su voluntad por
la fuerza, en vez de, como era tradicionalmente habitual en sus antepasados,
aliarse con ellos o mirar hacia otro lado.
Bastaría lo anterior para que cualquier
español, republicano o monárquico, le reconociera el acierto en el trabajo que
constitucionalmente le encomendamos y, como en cualquier país civilizado, le
guardásemos el debido respeto por ejercer, tan acertadamente además, la alta
responsabilidad como Jefe de Estado. Pero en esta España desmemoriada,
desagradecida y esperpéntica, algunos, probablemente demasiados, ebrios de
intransigencia antidemocrática, ni siquiera son capaces de ejercer los derechos
y las reivindicaciones, que la Constitución les ampara, con el decoro debido y
los pertinentes argumentos racionales y pacíficos. Es decir, como lo suelen
hacer con sus respectivos reyes los ingleses, daneses, holandeses, suecos,
noruegos o belgas, ya sean monárquicos o republicanos. ¿Es tan difícil
entenderlo? Ni siquiera es preciso pasar por la Universidad, basta con verlo en
la tele.
Si
es evidente que el reinado de Juan Carlos es el mejor periodo histórico, el de
mayor prosperidad, paz, progreso, integración exterior, formación, modernidad,
libertad o autonomía territorial, ¿qué sentido tiene mirar al pasado para
sustituirlo por modelos contrastadamente peores que, inevitablemente, ya
fracasaron? ¿Por qué habrían de triunfar ahora? Sólo los necios optarían por lo
peor desde lo mejor, y basta echar un vistazo a nuestra Historia para
entenderlo. Más aún si quienes se empeñan en empeorarlo todo, para conseguir
sus objetivos incomprensibles, por legítimos que sean, apelan a los viejos
fantasmas de un pasado nefasto para olvidar, desfigurándolo conscientemente
para eludir las sobredosis de intransigencia, odio, revancha y totalitarismo,
de unos y otros, que inevitablemente condujeron a la terrible tragedia que la
mayoría de españoles quieren superar de forma irreversible.
Si
las cosas funcionan generalmente bien y, sobre las que no funcionan, nada hay
que imputarle a un rey, que reina pero no gobierna por decisión de los
españoles, es sospechosa la defensa del cambio de modelo de Estado como panacea,
en vez del de instituciones más directamente responsables por sus competencias.
Por todo lo expuesto y otros tantos detalles que no caben en este espacio,
procede desear a Felipe VI acierto en su gestión, pues incluso desde
convicciones teóricas republicanas sinceras, se tiene la certeza de que en
España, al menos hoy por hoy, la experiencia republicana sería un caos, como
fueron las anteriores, empezando por dilucidar qué tipo de República sería. Ya
que estamos en la moda de refrendarlo todo, seguro que, como Jefe de Estado,
entre Aznar o Zapatero (por citar los últimos personajes con ciertas
posibilidades) la mayoría de los españoles preferirían dejar las cosas como
están con Felipe VI.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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